Me entero de que la Secretaría del Medio Ambiente de la Ciudad de México cuenta en su organigrama una Dirección General de Evaluación de Impacto y Regulación Ambiental que, a su vez, emite un Reglamento de la Ley Ambiental en Materia de Prevención y Control del Ruido que describe con detalle “las acciones y medidas que deberán implementar las fuentes móviles para reducir la emisión de ruido en las vialidades de la ciudad.”
Es muy emocionante.
Entre las acciones que deben acatar dichas “fuentes móviles” se cuentan, por ejemplo, las siguientes: “evitar el uso excesivo de cláxones y bocinas”, “alterar los cláxones originales de fábrica”, “alterar el motor y los escapes de los vehículos para hacerlos más ruidosos”, “usar aparatos generadores de ruido” y “el uso de bocinas para amplificar la voz o el sonido”.
Y listo: el ruido queda prevenido.
Pero también, lamentablemente, un alto porcentaje de la ciudadanía para el que no controlar el ruido es requisito para ostentar la nacionalidad. Alguna vez escribí que es crucial en la vida del mexicano el rito de pasaje consistente en sonar su primer claxon, instalar su primera bocina, rugir su primer mofle y aventar al empíreo su primer cohetón.
El resultado es un desastre sonorizado. El motociclista que raja su larga diarrea por la calle nocturna, dejando tras de sí una estela de niños berreantes, ancianos aterrados y obreros insomnes, redactando con su caligrafía decibélica la larga firma de sus traumas y su ego tembleque. O el cura que sabe cuánto le gusta a san Brayan o a santa Nancy escuchar el aleluya de un kilo de pólvora a las dos de la mañana. O los microbuses que hacen guerra florida contra peatones y usuarios mientras entonan el Himno a la Al garabía con el coro de trescientos mil mofles barítonos y trompetas mozárticas. El compatriota es feliz sonando. Supone que la tecnología antirruido es un error que se corrige con un trasplante de escapes. Ya arreglado el desperfecto, el acamoto nacional se convierte en un mamut de hojalata dedicado a rebanar tímpanos.
Su rugido marca su territorio con orina sonora, emula la gárgara que hace el Mictlán cuando devora ciudadanos muertos en combate y le azuza las gónadas acomplejadas. Tiene la certeza de que su moto posee virtudes afrodisiacas y que las damas asocian su barritar con los encantos viriles del mamut dominante y la promesa de un fructífero encuentro amoroso
No sólo los motores. ¿Qué va a hacer el cantante que extorsiona con su bocina trashumante? ¿O el guitarrista eléctrico que privatiza para su deleite personal las orejas de mil paseantes en la plaza de Coyoacán cada fin de semana? ¿Qué hará el dueño del restaurante (no importa su alcurnia) quien deveras cree que sus clientes no están a gusto si no libran una batalla cuerpo a cuerpo con la música de hule que eructa la cantante Tetasfrescas? ¿Nunca se les ha ocurrido, so imbéciles, que el cliente no fue a su restorán para escuchar pom pom pom sino para charlar con sus amigos y comerse en paz un pinche canelón?
Propongo un Movimiento de Regeneración del Silencio que asesine las bocinas públicas; que secuestre santitos hasta que el cura entregue sus reservas de pólvora; que les castre los mofles a motos y micros, aplaste las trompetas de los mariachis y destruya a los autos que se quejan de su soledad a media noche y que lleve a juicio sumario y luego al paredón a los vecinos que deciden que sus perritos fuentes móviles ladren su ley en la vialidad nocturna.
Es inútil.
Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.