México navega entre crisis: la violencia del crimen organizado, el debilitamiento de los derechos fundamentales, casos de corrupción, el desmantelamiento del sistema de salud, la reducción de la matrícula escolar, entre muchas otras. En ese escenario, es comprensible que agendas como el combate al cambio climático o la transición energética queden prácticamente eclipsadas por desafíos que son percibidos como más inmediatos.

Sin embargo, mientras el oficialismo ha defendido por años la “soberanía energética nacional”, nuestro país profundiza cada vez más su dependencia de los combustibles fósiles y renuncia deliberadamente a su rol en la transición energética global. Esa es la política energética de los gobiernos de Morena: una retórica nacionalista que justifica retrocesos estructurales. México se ha rezagado en la producción de energías limpias y ha incumplido con sus compromisos ambientales.

El retroceso es un hecho verificable. En seis años, México pasó del puesto 37 al 55 en el Índice de Transición Energética del Foro Económico Mundial. Nuestra calificación en preparación para la transición alcanzó apenas 39 puntos sobre 100. Mientras Argentina, Brasil y Chile avanzan con parques eólicos y solares, México queda superado incluso por Bolivia. Más aún, México depende además de Estados Unidos: 75% de la demanda nacional de gas natural es importada desde nuestro país vecino. Cada cifra es evidencia de una oportunidad perdida.

La generación eléctrica con energías limpias se redujo a 24% en el primer trimestre del año 2025, una caída de más de dos puntos con respecto al mismo periodo de 2021 (26.4%, IMCO, 2025). Una serie de contrarreformas consolidó la regresión energética: la preponderancia de CFE en la generación de energía eléctrica, la desaparición de la Comisión Reguladora de Energía, la cancelación de subastas para la inversión privada en energías renovables. Prácticamente toda la arquitectura constitucional, legal e institucional se rediseñó para marginar a las energías limpias. Mientras el mundo crea los nuevos modelos del siglo XXI, México reconstruye el del siglo XX.

En suma, como ha documentado El País, los recursos presupuestales asignados al combate al cambio climático son, en los hechos, una simulación. De los 233,000 millones de pesos asignados en 2024 a ese anexo transversal, 68% se utilizó en el servicio de gas natural de la CFE y en la construcción del Tren Maya. Gracias a la metodología de clasificación de los recursos, las dependencias pueden disfrazar los hidrocarburos de energías limpias y la deforestación de la selva de conservación ambiental. Durante la administración pasada, prácticamente siete de cada diez pesos del presupuesto climático se destinaron al gas natural.

En ese contexto, México no sólo enfrenta un dilema ético sobre su responsabilidad global, sino también una decisión estratégica sobre su lugar en el mundo del siglo XXI. Los compromisos del Acuerdo de París no son buenas intenciones ni imposiciones externas, sino criterios que orientan políticas públicas, así como flujos de inversión. Incumplirlos significa quedar fuera de cadenas de valor, perder inversiones, sus potenciales empleos, y condenar a nuestro país a volverse obsoleto.

En este momento, la transición energética es, al mismo tiempo, una obligación moral de cara a las generaciones futuras, y una oportunidad con réditos en el presente. Darle la espalda es traicionar el futuro del mundo; pero, sobre todo, el futuro del desarrollo nacional.

Diputada federal

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