A mis hijos Camilo y Diego, por los porvenires
¿El olvido del porvenir? Concluía mi anterior colaboración con una sorpresa cargada de tristeza: el grupo de estudiantes con el que he compartido el aula recientemente no conoce a Mario Vargas Llosa, o muy de pasada, y un dato concreto: no se ha leído una sola de sus obras. Un colega lo resumía con una mezcla de ironía y resignación: “para nuestros alumnos, el siglo pasado es como el Pleistoceno”. Ingenioso, sí, pero insuficiente para nombrar el problema, mucho menos para entenderlo.
Esta ausencia no es casual. Es síntoma de un proceso más amplio y profundo: el debilitamiento del hábito lector como práctica cultural, política y subjetiva. La lectura —entendida no como simple decodificación de signos, sino como forma de estar en el mundo— ha entrado en una zona de vulnerabilidad frente a la configuración tecnológica actual. En las múltiples formas que hoy adopta el acceso al conocimiento, las tecnologías no sólo median la lectura: la transforman, la reducen, la fragmentan. Y, en algunos casos, la sustituyen.
Recuerdo a McKenzie Wark dedicando su libro, Intelectos colectivos, “a mis estudiantes de la New School: los intelectos colectivos del porvenir”. Me adhiero a su esperanza. La referencia de Wark se apoya en la discusión que establece K. Marx con la tecnología (y las ausencias de Marx en la lectura de las implicaciones de la tecnología en la naturaleza). A estas alturas de la historia, las múltiples formas de leer están mediadas por las tecnologías. Nos apoyamos en estas notas básicamente en las reflexiones de Juan Villoro (No soy un robot, Planeta, 2023).
Al mismo tiempo que resuena Marx cuando advertía sobre productos de trabajo anterior, con algún detalle, poniendo en escena sus defectos, podemos extender esta observación al desempeño docente en el pasado inmediato, y al peso de la tecnología actual: la tecnología como forma social revela tanto su potencia como sus límites. El problema no es nuevo. Hace tiempo advertíamos que el descenso en los índices de lectura no podía desligarse de la gravitación de los medios de masas y de las nuevas formas de socialización. La diferencia es que hoy esas formas se han vuelto ubicuas, portátiles, adictivas, más poderosas en sus alcances y su capacidad, ilegible, de control. Ya no sólo disputan la atención: la configuran. Y sin atención sostenida, la lectura se vuelve una hazaña improbable.
Juan Villoro, en el lúcido ensayo citado, muestra cómo la aceleración digital ha trastocado el régimen de la atención. “En las páginas web el umbral de atención se reduce tanto que si alguien permanece ahí durante cuatro minutos eso se considera un éxito”. La cultura de la inmediatez, del clic compulsivo, del estímulo constante, va modelando un tipo de lector que apenas roza los textos, que consume fragmentos, que ve la cabeza de la nota, pero no se acerca a la anatomía, sustituyendo el esfuerzo interpretativo por la reacción emocional inmediata. Este aspecto de la producción de emociones atraviesa como evidencia múltiples abordajes teóricos.
Esto tiene consecuencias. No sólo disminuye el número de lectores atentos, también, en una relación dialéctica, se erosiona la posibilidad misma de escribir. La capacidad creadora está ligada a la lectura profunda, a la memoria simbólica, a la lentitud reflexiva, a la pausa para procesar la complejidad. Sin esos pilares, la escritura se diluye, se vuelve ordinaria, funcional en lo básico o de plano desaparece (¡cuánto del mensaje textual da su lugar al mensaje oral!). No aparto esto de la alerta que planteaba M. Roitman, ahora, en el escenario en el que vivimos, en condiciones tecnológicas diseñadas para una “guerra neocortical”, cuyo objetivo es la derrota del pensamiento (emparentado con la discusión que estamos abordando, las plataformas capturan la emoción para predecir el comportamiento, propiciando que la racionalidad llegue tarde, si llega o se asoma). En elaboración anterior aludíamos a la hipnocracia, como régimen donde la realidad se reconfigura mediante plataformas digitales, tecnologías hipnóticas y narrativas virales. Parece que el filósofo hongkonés Jianwei Xun es una invención, pero no la obsesión por controlar y predecir los comportamientos, se trata de deberes ordinarios en las clases dominantes. Como citábamos en la anterior colaboración, ubicando en el radar del control a M. Thatcher, su “objetivo es cambiar el alma”.
Podríamos reírnos cuando Sophia, el robot de Hanson Robotics, afirma que los humanoides están mejor preparados para liderar que los humanos. “No tenemos los mismos prejuicios o emociones que a veces oscurecen la toma de decisiones”. Empero, es pertinente preguntar: ¿quién habla en realidad? ¿Sophia o sus programadores? ¿Cómo se inscriben y modulan sus afirmaciones en un diseño técnico-económico hegemónico? ¿En qué lado de la acera se encuentran los tecnólogos y programadores de élite?
Lo que está en juego no es sólo el avance de la inteligencia artificial, sino la robotización de la sociedad misma. No es que los robots se vuelvan humanos; es que los humanos comienzan a funcionar como robots. Norbert Wiener, pionero de la cibernética, lo había advertido en 1964: las máquinas están capacitadas para reproducirse a su imagen. Hoy podríamos decir que también moldean a quienes las utilizan (revisitando El retrato de Dorian Gray).
En este contexto, la lectura aparece como una forma de resistencia. Villoro afirma que “la literatura permite sentir nostalgia de lo que no se ha vivido”. Pero, volvemos a preguntar, ¿cómo despertar esa nostalgia en el desierto o tierra arrasada de la lectura? ¿cómo alimentar la nostalgia del vacío? ¿Cómo alimentar el deseo de otra temporalidad si sólo reina el presente eterno del “scroll”?
La pregunta no es solamente técnica, es política. Detrás de cada gran robot hay una gran corporación. Microsoft, Apple, Amazon, Alphabet, Facebook, Intel, Oracle, IBM, Tencent y Alibaba no sólo producen tecnología: producen mundo, sentido, ansiedad. Diseñan algoritmos que no son neutros, sino estructuras de percepción, pensamiento y afecto. Y nosotros, usuarios “autónomos”, somos a la vez productores y mercancía. Como concluye Yuval Noah Harari: “somos animales pirateables”, apunta Villoro retomando al estudioso israelí.
El desplazamiento es sutil pero profundo. Ya no se trata de una enajenación producto del trabajo forzado, sino de una sujeción voluntaria. Villoro lo sintetiza con precisión: “la enajenación no proviene de una tortura laboral, sino de una promesa de felicidad. La sujeción es tan voluntaria y adictiva como un afecto malentendido”. Creemos elegir, pero operamos dentro de una lógica donde no participar es equivalente al fracaso. Nos angustia quedar afuera, ser excluidos. Estos temores sustituyen la acción reflexiva, generando que además de perderse el tiempo se pierda la subjetividad (nos cosificamos, la fetichización de una personalidad diagramada digitalmente).
Me mueve el tapete la provocación de Villoro de comprender a la lectura como ejercicio de lentitud, atención y memoria, constitutiva de un acto subversivo. Alude a Fahrenheit 451, en el que Ray Bradbury imaginó un mundo donde los libros eran quemados porque representaban una amenaza al orden. Hoy no hace falta quemarlos. Basta con volverlos ilegibles, reducirlos en su tamaño y alcance, para una atención dispersa.
¿Y qué queda de nosotros?, se pregunta Villoro. “Somos un Número de Identificación Personal, un usuario, un código de cliente”. Y en muchas páginas, para acceder, tenemos que afirmar -con dudas, si hacemos un ejercicio de introspección acelerado-, “no soy un robot”.
Pero no todo está perdido. En un diálogo con el científico argentino Alberto Kornblihtt, Villoro recupera una idea luminosa: “la escritura y la lectura sirven al propósito, mínimo o desmesurado, de entender el segundo y medio de sol que define a nuestra especie”. Es poco. Pero también es todo.
La lectura no es un lujo ni una nostalgia elitista. Es una forma rebelde de la memoria. En un presente eterno colonizado por algoritmos, leer es recuperar el vínculo con otros tiempos, con otras voces, con lo que no está dicho. Villoro señala que “Lo fascinante del porvenir es que contiene más pasado”. En tiempos donde todo tiende al olvido instantáneo, la amnesia como virtud (al fin está la calculadora, google, Facebook para recordar los cumpleaños, el GPS por los extravíos), leer es recordar que todavía hay una historia por escribir (de alguien que se encontró, como Bastián Baltasar Bux, como protagonista de su propia “historia interminable”). Pero esta apología de la lectura proviene de un lector atento, y de un escritor que seduce (Villoro en los dos casos). La bronca es con las dos generaciones que nos (des) encontramos en el aula, consumidos por las nuevas tecnologías: que leen poco y/o que somos ágrafos frente a los nuevos tiempos; con atención breve, y en ayunas de nuevas discusiones, atentos al mensaje y al medio.
Leer es una forma de saber, de posicionarse en la historia, de encarar la adversidad. Frente al premio por la prisa, el olvido y la obediencia, darse el tiempo para leer, de manera atenta, sin concesiones frente a la distracción, es una forma de rebelión: “Nuestras horas son minutos cuando esperamos saber, y siglos cuando sabemos lo que se puede aprender” (A. Machado); lectura y memoria, como “dos materiales que forman mi canto” (V. Parra), condición sine qua non para luchar. Hay tarea.
(UAM) alexpinosa@hotmail.com