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Este 7 de mayo tuvo lugar una celebración que abarcó prácticamente todos los países que han hecho suya una de las joyas más preciadas de la civilización occidental: la Novena Sinfonía, en re menor, Op. 125, de Beethoven. A 200 años del estreno de esta obra, tan novedosa y revolucionaria para aquél entonces, hay todavía numerosos mitos en torno a lo ocurrido aquella noche.
Beethoven tenía apenas 23 años cuando quedó prendado del texto de la Oda a la Alegría que publicó Schiller en 1786 y desde entonces anheló hacer algo con él. Tuvo que esperar tres décadas para que “cuajara” la idea tal y como la conocemos, y no faltan eruditos que hallan altísimos valores a un texto que –diría el bohemio- fue redactado sin más pretensión que acompañar juergas “en torno a una mesa de cantina”. Antes de que fuera compuesta la entrañable melodía del Himno a la Alegría, nombre que popularmente recibe la partitura a la que le asociamos, aquel texto solía cantarse en el XIX con la música de La Marsellesa. Ahora, cuando hablamos de la Novena, pensamos de inmediato en esta tonada, pero no siempre fue así.
Dada su sordera, y tras una década sin dejarse ver en ningún concierto desde que dio a conocer su Octava Sinfonía, fue a insistencia de sus mecenas y, sobre todo, de un par de pizpiretas jovencitas que lo visitaron a principios de febrero de 1824, que Beethoven reconsideró a Viena para dar a conocer esta sinfonía que le comisionó en 1817 la Real Sociedad Filarmónica de Londres y a la que, un año después, empezaría a darle vueltas. Ante el furor vienés por Rossini, el compositor “de moda”, dudaba si su música todavía tendría cabida.
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Aquél par de jovencitas resultaron ser Henriette Sontag y Caroline Unger, quienes, con Anton Haizinger y Joseph Seipelt, acabaron cantando las partes solistas. Beethoven estuvo en el escenario ante un atril en el que iba siguiendo su partitura, pero no fue él quien dirigió esa velada de la que tanto se quejaron los asistentes por su excesiva duración (imagínense: inició con la obertura La consagración de la casa, Op. 124 e incluyó los tres primeros movimientos de su Missa Solemnis, Op. 123, antes de abordar el Op. 125), sino Michael Umlauf, un modesto maestro de capilla. Todo Viena quería estar presente. No sin razón, presentían que sería su última oportunidad de ver al Maestro, y fue su presencia la que provocó tal euforia del público, que una de ellas tuvo que tomarlo del brazo y voltearlo para que viera cómo lo vitoreaba la concurrencia… algo que, auditivamente, no percibía.
No ha habido película o documental que, al recrear ese momento, no lo sitúe al concluir la sinfonía. Sin embargo, varios musicólogos valoran más el recuerdo de Sigismund Thalberg, refiriéndolo al finalizar el Scherzo, pues pesa más la memoria de un músico prestigiado que la de los villamelones que, en no poca cantidad, coincidirían al decir que “no les había gustado” lo escuchado aquella noche.
En sus investigaciones en torno a la Novena, Alexander Rehding señala que “…aunque Viena la aplaudió, en otras ciudades no tuvo tanto éxito. Algunos directores rehusaron montarla porque consideraban que Beethoven la había compuesto ya sordo y que la música sonaba en su cabeza de una manera muy diferente a como era en la realidad (…) los críticos pensaban que el cuarto movimiento opacaba el resto de la sinfonía y la tendencia en el siglo XIX fue omitir la parte coral y sólo tocar los tres primeros movimientos”, decisión en la que, personalmente, creo que pesa más por la dificultad logística y el monto económico que implica conjuntar, también, un coro y a los solistas.
Es frecuente escuchar que los cantantes se refieran a Beethoven como “antivocal”; antes de ser reconocido como compositor, era un aclamado pianista e improvisador, cuyo lenguaje evolucionó a la par que el teclado iba ganando teclas. Ahí, podía hacer uso de notas más graves y más agudas, y simplemente trasladó esa posibilidad a su manejo vocal. Ahora bien, ¿por qué, este movimiento que hoy “nos pone la piel chinita y nos deja con un nudo en la garganta”, no gustó tanto aquella noche? Por algo tan elemental, que cuesta creerlo cuando nos enteramos: porque no oyeron lo mismo que hoy oímos.
Cuando Sontag y Unger vieron la partitura, a unos días del estreno y sin mucho tiempo para aprender algo tan demandante, le pidieron a Beethoven que, sin cambiar las notas, les permitiera cantarlas digamos que… una octava más abajo. Seguro de lo que había hecho, rehusó cambiar una sola nota, y conscientes de que no las oiría, optaron por no arriesgarse y, esa noche, nada más movieron los labios en aquellos pasajes. Lógicamente, el público no salió con una muy buena impresión de lo que se le presentó de manera parcial. Los tiempos han cambiado: hoy la Novena se toca tal y como fue concebida, y cuando no se toca completa, se toca aquél movimiento que fuera satanizado durante tanto tiempo.
A reserva de enterarme de algo que no sepa, tengo entendido que, en México, este martes se interpretaron tres Novenas en tres sedes diferentes: el Auditorio Nacional, dirigida por Rodrigo Macías, la Catedral Metropolitana de Toluca, dirigida por Gerardo Urbán, y el Teatro Degollado de Guadalajara, donde la Filarmónica de Jalisco y José Luis Castillo, su director artístico, la ofrecieron como concierto inaugural de la vigésimo séptima edición del Festival Cultural de Mayo, y ésa, fue a la que asistí.
Dicen que nadie es profeta en su tierra, pero esa noche, durante el acto protocolario de rigor, la mayor ovación fue para reconocer al fundador y director general del FCM, Sergio Alejandro Matos, cuya visión y curaduría han sido decisivos para consolidar el prestigio de este festival. Tras un breve y bien confeccionado documental en torno a la Novena, escuchamos una brillante lectura de esta obra en la que, más que el par de interrupciones de quienes olvidan silenciar sus celulares, me perturbó la incesante estridulación de los grillos que han hallado cobijo en la sala. A riesgo de que me linchen los ambientalistas, este no es un recinto para bichos y urge que le den una buena fumigada.
Pasando a la parte musical, la interpretación de Castillo fue más que correcta: si acaso, en lo que ajustaba los matices a la acústica de una sala que rebosaba de público como nunca la había visto, las dinámicas del movimiento inicial fueron un poco planas, pero el Scherzo derrochó vitalidad y el tempo que eligió para el Adagio molto e cantabile fluyó más cercano a la velocidad tomada por Bohm o Fürtwangler que a otras versiones referenciales más amplias, como Klemperer, Bernstein o Abbado. Más allá de saber que, apegándose a la orquestación original, Castillo incluiría durante el cuarto movimiento un instrumento “exótico” que estuvo muy de moda en tiempos de Beethoven, el creciente turco, lo que fue determinante para que eligiera presenciar esta noche ésta versión, fue el elenco de solistas internacionales elegidos por Matos: Sophie Gordeladze (¡vozarrón!), Nora Sourouzian, Peter Lodahl y Grigory Soloviov, tan querido por el público local.
Creo que sumarle cuarenta voces al Coro Municipal de Zapopan que dirige Mireya Ruvalcaba no fue la mejor idea. A saber de si sería por los invitados, pero esta sólida agrupación ahora “desbordó entusiasmo”, aunque no tanto como el director invitado, quien se tomó muy en serio el verso que clama “ebrios de entusiasmo entramos” y que llegó tan, tan entonado, que hasta hubo que agarrarlo para que se mantuviera en pie. Y eso que todavía no llegaba a la Cena de Gala que tuvo que ser rescatada a última hora por el Gobernador Alfaro, quien abrió el Palacio de Gobierno ante el borlote armado por los legisladores que, en su afán de politizarlo todo, negaron el patio del Congreso, donde originalmente se había anunciado. Habrá que mandarles la Oda de Schiller, a ver si se alegran tantito…