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En 1958 apareció My Brother’s Keeper, de Stanislaus Joyce (1884–1955), las memorias dejadas inconclusas por el hermano menor del autor de Ulises. Se presentaron prologadas por T.S. Eliot, quien tanto hizo por su colega irlandés, el novelista, a pesar de la notoria diferencia de caracteres entre el anglocatólico converso y el jesuítico antijesuítico. Decía entonces Eliot que “Stanislaus mismo, en este libro, nos interesa tanto como James; los hermanos son muy parecidos y sin embargo muy diferentes. James Joyce es un devoto de su padre y reverancia su memoria: la actitud de Stanislaus es muy distinta, y lo comprobamos cuando nos refiere la escena terrible en el lecho de su muerte de la madre. Donde James, en asuntos políticos o religiosos era indiferente o simplemente irónico, Stanislaus manifiesta una violencia simplemente aterradora.”
Aunque vivió experiencias personales aterradoras –como lo sabe quien haya estado en contacto con la locura– no recuerdo –ahora– a Eliot diciendo que algo le pareciera “aterrador” y, ciertamente, Mi hermano James Joyce, como fue traducido al español en 1961, era un tipo de libro no muy común en esos años, antes de que se desatara la industria de la familiofilia o de la familiofobia, lo que los franceses empezaron por llamar “novelas familiares” y pasaron de ser perfiles genealógicos a convertirse en concurridas infidencias.
Actualmente, he de insistir, no hay pariente (o investigador de parientes o testigo accidental o simple chismoso) que no dedique biografías paralelas a los novios de Isadora Duncan o las mujeres de Kafka (género extractivista ante el Altísimo) o esposa, marido, madre, amante, hijos, etc., bien dispuestos a exponer a su famoso familiar, para bien o para mal, al escrutinio público, como si a nuestro mundo no le bastara una verdad, sino varias, todas ellas, sonoramente relativas.
En ese género parásito hay de todo, como en botica, aunque es curioso que, en este momento, para hablar de biógrafos solventes, del muy serio libro de Stanislaus Joyce, sólo se me vengan irlandeses a la cabeza: la muy profesional biografía de Brenda Maddox (aunque de origen estadounidense) sobre la influyente esposa de W.B. Yeats (Yeat’s Ghots. The Secret Life of W.B. Yeats, 1999) o el de Colm Tóibín (Mad, Bad, Dangerous to Know: The Fathers of Wilde, Yeats and Joyce, 2018) donde John Stanislaus Joyce, “papi”, es protagónico; aunque a mí, el buen Tóibín siempre me queda a deber.
Todo esto viene a cuento de la novela de Diego Garrido (Madrid, 1997) sobre aquellos hermanos (Libro de los días de Stanislaus Joyce, Anagrama, 2024), inscrita, ya, entre lo memorable de la narrativa peninsular del año pasado, por el desparpajo con que el joven autor español reescribió varias cosas a la vez: Mi hermano James Joyce, Stephen Hero (un fragmento del primer borrador de la primera novela) y Retrato del artista adolescente, Música de cámara (los poemas que según Ellmann se publicaron por la obstinación de Stanislaus) y no poco del Zibaldone de pensamientos, de Giacomo Leopardi (“el primer hombre de su extraño siglo”), convertido por Garrido en el libro de cabera de Stanislaus Joyce o el arma arrojadiza que lanza contra su hermano mayor, que fue genial aunque “disperso, obsceno”, alcohólico “aplastado por el peso granítico de una estirpe de borrachos”, desaseado y sucio, aficionado a los prostíbulos y no tan anticlerical como él, lo cual no es decir poca cosa.
Stanislaus Joyce –quien solamente se reconoce reo de onanismo–, se fue a vivir a Trieste siguiendo a James y allí fue militante antifascista. Deploró el rumbo tomado por la obra de su hermano con Ulises y Finnegans wake, pero a la vez dedicó los últimos años de su vida a defender a su hermano mayor. No es indispensable saber más del personaje histórico, a quien Eliot y Ellmann llaman, con cierta conmiseración, “el profesor Joyce”.
Pero nada tiene la novela de Garrido de biografía novelada implícita, de ensayo trucado sobre el mayor de los Joyce, ni serviría para comparar a los hermanos Joyce, por ejemplo, con algún otro par de hermanos, uno creativo y otro proveedor, y vigilante. Por ejemplo: Mijaíl Doistoievski, hermano mayor de Fedor, quien intentó ser escritor y se retiró a tiempo merced a su intimidad con él.
El Libro de los días de Stanislaus Joyce es novela pura y pura novela, nutrida de las indispensables fuentes antedichas y obra originalísima donde Stanislaus Joyce se convierte en un personaje literario por propio derecho, lo cual no quiere decir, antes al contrario, que Garrido no haya acumulado muchas horas de viaje por la galaxia Joyce.
Una frase, cuya fuente ignoro y que bien puede provenir del magín de Garrido dice “Jim me llama en su libro Malhumor Maurice –‘la aliteración, Stannie, que no la rima, es la verdadera alma de la poesía; es la rima es una imposición hispánica, de verbena y sobaco’. (Para sobaco el suyo.)” Venga de dónde venga esa frase yo la incluiría, muy al principio, en mi espesa guía de instrucciones para comprender a Joyce.
Escrito a la manera de un diario (en el cual James husmeaba a veces y que a mí a veces me recuerda al de Witold Gombrowicz), donde Stanislaus Joyce juega a no querer ser escritor en contraste con su hermano y se limita a ser un lector que anota coincienzudamente al “feisímo” Stendhal y a Leopardi (“el primer hombre de su extraño siglo”), figuras que antepone a las de James Joyce, el Libro de los días de Stanislaus Joyce, desarrolla su propia filosofía literaria, por así llamarla.
Estudioso de Giordano Bruno, quien lo lleva al agnosticismo, Stanislaus Joyce detesta a los ricos excesivos (aún en su vegetarianismo) como Lev Tolstói, a los charlatanes (Oscar Wilde en su opinión), culpa al Obispo Berkeley de las desgracias de Irlanda (“escapismos, sueños, vaguedad”); en cambio, campeón del sentido común, Stanislaus Joyce se identifica con “la Italia a medio civilizar de Leopardi, de Stendhal”, le repugna Lord Byron, “enfermo y danzarín” como espectáculo y lo compara con J.W. Goethe, centrado en lo humano, que “es lo único que existe para nosotros”, de tal forma que el “artista–héroe me es perfectamente indiferente”; detesta a todos los enamorados y al romanticismo con todo su atrezzo, destacándose como un hombre sensato en la comedia, a menudo barata, de la muy venida a menos familia Joyce, acompañada de un repertorio de amiguetes (de Jimmy, sobre todo) muy divertidos.
Siendo rigurosos, como uno debe serlo ante una primera novela, incluso notable como la de Garrido, diría yo que le sobraron páginas y la imperturbabilidad de una severa mano editora, porque trae tanta literatura encima el autor (“va sobrado” dice Carlos Granés, a manera de elogio) que eliminar fragmentos repetitivos donde la misma idea expulsada del escenario se asoma saliendo de una chistera para decir hola otra vez, habría sido en beneficio de ese casi gran obra que es el Libro de los de Stanislaus Joyce.
Quien crea que una novela literaria, tan literaria como esta, pecaría de ser aburrida, se equivocará aunque quizás sea histriónica la crítica Luna Miguel cuando dice “haberse reído hasta el vómito” con ella. De todo pasa en ese hogar caótico –una ópera sin música– de los Joyce y el Libro de los días de Stanislaus Joyce, de Diego Garrido, es, a menudo, la indispensable bitácora en esa travesía que no podría sino culminar en Ulises y en Finnegans wake, pasando de la ficción a la ficción.