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En El Eco/The Echo (México-EU-Alemania, 2023), carismático tercer largometraje documental como autora total de la también ficcionista salvadoreño-mexicana egresada del CCC y allí reincorporada como docente de 51 años Tatiana Huezo (documentales largos: El lugar más pequeño 11 y La Tempestad 16; largo ficcional: Noche de fuego 21), la niña de 10 años Luz María Vázquez González es arreada por su apurada madre Andrea González Luna (“¡Ayúdame, Luzma!”) para acompañarla en una desesperada corretiza por el campo que tiene como fin rescatar, junto con su medio hermano pequeño de escasos seis años Vidulfo Vázquez Hernández y su perro, a un borrego atorado en la ribera del río antes de que se lo lleve la corriente, luego en la penumbra de la cabaña donde habitan (en un remoto caserío denominado El Eco no muy cerca de la turística villa balneario poblana de Chignahuapan aunque detenido en el tiempo) ayuda a su progenitora en los quehaceres del hogar, por la mañana se desplaza con body camera a través de la maleza al lado de su hermanito (como ella provista de un protector gorrito de estambre rojo con orejeras) para irse a espulgar bichos a la orilla de un arroyo y en las pozas que éste abre, después se ejercita escolarmente, sin desatender por ello el pastoreo de borregos por los dos niños y un perro ovejero en suntuosos planos abiertos que se suceden sin cesar, hasta que el cielo del atardecer ennegrece y toda la familia se guarda ante el azote persistente de los aguaceros que chorrean por las techumbres de la humilde morada, dentro de la cual Luzma habrá de interrogar a mamá sobre su inconsecuente razón de casarse a los 14 años sin haber terminado la secundaria (que ella sí piensa completar antes de proseguir sus estudios), donde el hermanito sueña con conocer el mundo como sea, y adonde en otra ocasión arriba en triunfal camioneta el aún joven padre albañil William Antonio Vázquez que trabaja demasiado lejos y ahora explica a su querido primogénito curioso que está participando en la construcción de un inimaginable edificio de 17 pisos previamente a conminar al niño a no intervenir en las tareas domésticas (“No levantes el plato, para eso están las mujeres”), mientras en otra casa análoga a la suya la compañerita de escuela un poco mayor Montserrat Monse Hernández Hernández auxilia a su madre Fabiola Hernández Lira en el nocturno baño de tina de una fragilísima e indefensa abuela octogenaria María de los Ángeles Pacheco Tapia ya senil (“Échame agüita que me cayó algo en un ojo”) sin dejar de recibir la respectiva lección de vida como una entrañable amenaza de condena futura (“Tú te quedas a cargo, haz de cuenta que es un bebé”) y más tarde va a dar de beber el atole casero a la anciana de súbito exigente (“Poquito, pero en una tacita chiquita”) para obligar a compartir su alimento con esa chava que bromea al ceñir otra taza llena (“Brindemos, abuelita”), en tanto que la vecina pequeñita Sarahí Rojas Hernández forma a sus muñecos y a su Barbie para dictarles una docta lección sobre el ocaso de los dinosaurios (“Extinción es cuando una especie está desapareciendo”), porque de ese modo se anudan en el mismo flujo cotidiano las historias de las tres niñas-eje, Luzma, Monse y Sarahí, con todas sus parentelas, para contrastarlas con el declive corporal de la provecta anciana María (“¿Verdad, abuela, que fuiste el primer habitante de El Eco?”) desplomada un día ante la cámara, y mientras esplenden las animadas actividades escolares tanto como las del campo, sólo posible de ser entorpecidas y pausadas por la maldición de una sequía y por el rigor de las heladas invernales, que apenas consiguen interrumpir la corriente de las duras labores de una prístina y familiar misión femicrohumana.
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La misión femicrohumana se articula episódicamente mediante secuencias en forma de cantos rapsódicos y consagra su difícil originalidad vehemente y sensorial mediante detalles que devienen raros momentos privilegiados como el mar de ovejas presentido en la marea agitada de blanquinegros cuernos puntiagudos en ristre, el ufano gesto materno al pelar ante la hija una tierna mazorca aún de color cedrón, la picardía juguetona de la anciana postrada en inminente agonía fingiendo ver con mayor precisión mediante los distintos pares de anteojos que le colocan sobre su vista en extravío definitivo, las caricias sobre el inerme cabello canoso y terminal ya escasísimo, la orgullosa efigie de la puberta Monse jineteando su regia yegua, los fantasmagóricos árboles esqueléticos en contrapicado perpendicular total para ocultar la inmensidad celeste, los doblados campesinos laborando en hilera contra la incesante línea del horizonte semiescondida tras los matorrales marchitos, o la mano avanzando con titubeante delicadeza asertiva sobre la superficie de la papelera escolar.
La misión femicrohumana va convirtiéndose sobre la marcha en una fervorosa égloga meditativa sobre la educación a partir de los efectos de ésta sobre esas tres niñas, la educación que ha sido asimilada y ha metamorfoseado a la chiquita Sarahí en esa maestra que incluso interrogándolos y regañándolos para que aprendan, la educación que es atisbada y presentida con curiosidad por el perro que apenas se atreve a asomase tras una cortina al salón de clase, la educación que admite toda suerte de ejemplificaciones con los animales y los vegetales de la naturaleza circundante y la vida cotidiana más resonante, la educación que enriquece y sobrecarga de dinámicas y pulsiones la aparentemente miserable vida rural.
Y la misión femicrohumana concluye con el dibujo colectivo de las autocaricaturas de los nuevos egresados de la escuelita rural y las manos con plastas de pintura tachonando la pared del adiós al aula desertada, antes de la solitaria partida en ómnibus de la inquieta puberta, mientras el hermano pequeñín ceba el abandono fraterno retozando a solas en el campo inabarcable, y runfla un trueno de tormenta inminente.