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Hace 18 meses, México daba un paso histórico con la promulgación de la Ley General de Alimentación Adecuada y Sostenible (LGAAyS), diseñada para garantizar el derecho a una alimentación digna y combatir el desperdicio. Al menos eso parecía. Hoy, sin reglamento ni lineamientos claros que la instrumenten, esa promesa continúa en el aire. Y mientras escuchaba el Primer Informe de Gobierno de la presidenta Sheinbaum, me llamó la atención que se hablara de economía, justicia social, medioambiente y soberanía… cuatro pilares de lo que denominó humanismo mexicano. Una narrativa que busca reconciliar crecimiento con justicia climática y social, y que cobra sentido al tener a una doctora en Ingeniería Ambiental al frente del país. Sin embargo, entre cifras y compromisos, lo que no se mencionó fue tan elocuente como lo dicho: el desperdicio de alimentos, el gran ausente.
En un país donde se estima que el desperdicio alimentario asciende entre 20 y 30 millones de toneladas, cerca del 35% de lo producido en el país, con un valor aproximado de 25 mil millones de dólares, es decir, casi el 3% del PIB nacional, la omisión deja de ser una mera curiosidad. Más allá de los montos económicos, este fenómeno representa también una fuerte carga climática: 36 millones de toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero al año, ubicando a México entre las naciones con mayor urgencia de integrar este tema a su agenda climática.
El contraste es brutal: mientras más de 28 millones de mexicanos viven en inseguridad alimentaria (Coneval, 2024), toneladas de frutas, verduras, lácteos y pan terminan en rellenos sanitarios. Resignificar el rescate de alimentos como política pública no debiera ser entendido como un tema de filantropía y mucho menos como un asunto público secundario: es una estrategia de justicia social capaz de convertir excedentes en nutrición, aliviar presiones económicas derivadas de la pobreza y reducir emisiones de gases de efecto invernadero. No reemplaza políticas estructurales, pero su implementación efectiva puede generar beneficios concretos y medibles.
Mientras que en países como Francia, Italia o incluso Colombia han empezado a incluir el desperdicio de alimentos en sus políticas climáticas y de seguridad alimentaria, estableciendo objetivos claros, incentivos fiscales para el rescate y regulaciones que obligan a supermercados y restaurantes a donar excedentes en lugar de destruirlos; en México, la ausencia de ese tema nos revela una desconexión que debería preocuparnos. No niego que han habido programas y acercamientos de diferentes instancias en México hacia el tema, pero, ¿cuándo será parte real de la agenda nacional?, ¿cuándo escucharemos los avances realizados año tras año como ocurre con otros temas prioritarios?
En el Informe sí se habló de transición energética, electromovilidad, transporte público eléctrico y metas de reducción de emisiones en línea con el Acuerdo de París. Aplaudo y reconozco los objetivos impuestos, pero lo cierto es que la ley promulgada hace año y medio, sigue sin traducirse en acciones concretas que articulen a empresas, gobiernos locales y sociedad civil. claros para empresas, gobiernos locales y sociedad civil. La brecha no está en los discursos, sino en la implementación efectiva y medible.
Hoy no existe un indicador nacional homologado que permita saber en qué puntos de la cadena se pierde más, ni cómo evoluciona el problema año con año. Sin métricas claras, es imposible diseñar políticas públicas focalizadas o incentivar a la iniciativa privada a reducir mermas y rescatar excedentes. Claro que no se trata sólo de responsabilidad del Gobierno Federal: los gobiernos estatales y municipales tienen un rol crucial en regular cadenas de valor locales, gestionar residuos y facilitar la vinculación con bancos de alimentos. La iniciativa privada, por su parte, debe dejar atrás el temor reputacional y actuar con responsabilidad y compromiso.
Quizá el próximo septiembre podamos reseñar los avances y las metas nacionales en este frente, dar certeza a las empresas que buscan donar y convertir esta causa tan en línea con el humanismo mexicano. El Informe habló de justicia social y medioambiente, pero dejó fuera un tema que conecta de manera transversal con ambos. No nombrar el desperdicio de alimentos, considerando que México es el segundo país de mayor desperdicio per cápita en Latinoamérica, no desaparece el problema, sólo lo invisibiliza… posterga un debate que tarde o temprano deberemos enfrentar. La pregunta es si lo haremos a tiempo para convertirlo en una oportunidad de sostenibilidad, competitividad y cohesión social, o si seguiremos pagando en silencio el precio de mirar hacia otro lado.
Country Manager Cheaf México