La responsabilidad histórica de los liderazgos políticos reside en la calidad de inteligencia que reciben y en la interpretación que se le da a ésta.

Estos dos factores determinan no sólo el legado y prestigio del gobernante, sino que pueden detonar eventos desastrosos.

La Primera Guerra Mundial estalló por una pobre inteligencia y una serie de pésimos cálculos por parte de los principales dirigentes europeos. Stalin ignoró la magnífica información que le advertía la inminencia del ataque nazi. Estados Unidos se involucró en el laberinto de Vietnam y luego en la segunda invasión de Irak por inteligencia de baja o nula calidad.

En México, una de las cicatrices más sensibles y perdurables de la historia —la matanza del 68— se detonó por una información sesgada y pobre, posiblemente manipulada, que se apoderó de la mente del presidente Díaz Ordaz: el movimiento estudiantil provenía de una conjura comunista internacional para impedir la celebración de las olimpiadas.

El gobernante tiene la obligación de exigir inteligencia de calidad. También, de que provenga de diversas fuentes, inconexas entre sí.

Con frecuencia, la información se le distorsiona al gobernante para evitar sanciones, enojos o decepciones. Es una falta de ética y de responsabilidad. En ocasiones, los canales que suministran esa información poseen su propia agenda. En otros, simple y llanamente hay ineptitud.

La otra vertiente es el análisis que hace el gobernante con la información a su disposición. Los grandes líderes la toman con frialdad, la ponderan, la comparan, contextualizan. Pero quienes han cometido errores como los señalados arriba, poseen un común denominador: toman los trozos de información que confirman sus creencias o prejuicios.

En ambas coordenadas —-permitir que se le entregue inteligencia deficiente o interpretarla con sesgos ideológicos— no es una ceguera de taller: es cegarse voluntariamente.

Las consecuencias son colosales. Para el gobernante, pero sobre todo para los gobernados.

En estas semanas vemos tres narrativas confrontadas y contrapuestas. La del régimen, que alega que lo que ocurre en el país no es la consecuencia de la corrupción excesiva, del cinismo de la ostentación y del yugo del crimen organizado a comunidades enteras, sino una siniestra conspiración de la derecha: sin masa, arraigo ni existencia real.

La de los ciudadanos, que demuestran cada vez con mayor vigor su hartazgo ante un país que perciben desmoronarse. Y, por último, y no menor, la de la comunidad internacional que cada vez con mayor uniformidad y anchura declara a México como un estado rendido.

La narrativa de la presidencia revela que, o no está recibiendo inteligencia de calidad sobre la extensión del descontento o que, simplemente, prefiere ignorarla.

La proliferación de las marchas —más de 60 ciudades— y la duración de las crisis sucesivas están minando su credibilidad. La decisión de no castigar a los corruptos o criminales que han sido exhibidos erosionan su legitimidad. La diversidad de sectores disidentes. El tono retador para enfrentar la descomposición. La ausencia de interlocutores políticos para atajar conflictos.

Todo habla de un distanciamiento acelerado y profundo con la realidad.

Y el baile no va ni en la primera tanda.

@fvazquezrig

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