
Temprano, muy temprano, ni siquiera había luz en el cielo de Ahome, Sinaloa, y el papá de Luis Romo se levantaba a pescar. Llevaba mariscos para mantener a la familia.
Al pequeño Luis, el más pequeño de la casa, no le desagradaba la situación. Su familia era unida, feliz, pero —por dentro— sabía que había algo más para él.
El futbol comenzó a hacerse importante. Los Chuleta le consiguieron una prueba en Cruz Azul, pero no la pasó. “Gordito”, le dijeron, así que tuvo que buscar donde explotar sus cualidades.
A Romo le decían el Cabrito en su colonia natal. Su ídolo era Jesús Arellano y soñaba con hacer lo que el regio en las Copas del Mundo.
Pero no todos en el futbol pueden presumir las mismas cualidades.
Luis estuvo a punto de tirar la toalla. El sobrepeso lo puso en la disyuntiva y su hermano, su ángel guardián y quien también buscaba triunfar en el futbol, le dijo: “Te aplicas o te regresas al pueblo a abrir ostiones, a la pesca”.
Luis se aplicó. En Querétaro le dieron oportunidad, le tuvieron paciencia y no volvió a tomar una caña de pescar.
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