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Continúa la serie sobre las “Memorias de Francisco Villa” que publicó EL UNIVERSAL GRÁFICO a una semana del asesinato del caudillo, en 1923. Este episodio revela cómo fue que el joven Doroteo Arango adquirió los conocimientos que le ayudarían en las campañas militares de la Revolución Mexicana, en el norte del país.
Es así que el relato de Villa para los apuntes de su amigo, el doctor y también revolucionario, Ramón Puente, continuó “mientras huía a la ventura en lomos de mi cuaco”, dijo el general. Una mañana, muy pronto, hizo un alto ante ciertos jinetes desconocidos “que resultaron ser de la gente de Ignacio Parra”.
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Villa aseguró que para entonces, a pesar de sus cortos 16 años, estaba al tanto de que, después del famoso Heraclio Bernal, Parra era el bandido “que más guerra daba al gobierno” en esa región del norte mexicano.
El caudillo reconoció que al unirse a este grupo de forajidos se sintió protegido, en vista de que el bandido burlaba “como ninguno” a la ley en esas tierras. Pese a lo anterior, conforme escuchaba de la vida que llevaban sus compañeros, concluyó que ese estilo de vida no sería permanente para él.
“Yo quería otra cosa, y sentía haber nacido para algo diferente”, declaró.
Astrónomo, botánico y veterinario empírico
Un dato inesperado de estas Memorias es que Villa resaltó: “esos hombres más rudos que yo, y con el alma más empedernida, me enseñaron algo, porque en donde quiera hay siempre que aprender”.
De ese modo, todos se esmeraron en que el muchacho Doroteo Arango aprendiera alguna de sus habilidades, desde arreglar monturas descompuestas y manejar armas y cartuchos hasta curar animales y destazar reses.
Por si fuera poco, el joven no se quedaba cruzado de brazos hasta recibir una nueva lección. Gracias a esto, adquirió la costumbre de “fijarse en todo” cuando emprendía un nuevo camino con la gente de Parra.
Así fue que en poco tiempo ya distinguía las huellas de vehículos diferentes, dependiendo su rodada, y los rastros que dejaban serpientes y demás fauna salvaje de la sierra.
“Indagando aquí y preguntando allá”, dijo, conoció multitud de hierbas y sus virtudes: “conocía la que sana heridas estancando la sangre, la que limpia las llagas chupándoles el pus y la que puesta en cataplasma alivia las pasmadas del caballo”.
Por otro lado, aseguró que no sólo las “cosas de la tierra” llamaban su atención. De esta forma explicó que también logró distinguir el rumbo de los vientos, al igual que las nubes que traían agua y aquellas “que sólo iban a pasar sin dejar la bendición de la lluvia”.
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Ya adulto, el Francisco Villa que conocieron los medios a raíz de la Revolución no dudaba en hablar con soltura sobre aquello que lo llenaba de orgullo. Con esa franqueza, agregó que “conocía con toda exactitud la hora del día por la altura del sol, y por la observación de las estrellas y la luna”.
Aunque las Memorias no precisan cuánto tiempo le tomaron estos aprendizajes, menciona que el cielo nocturno se volvió tan familiar para él que incluso podía guiarse de noche si volteaba su mirada a lo alto, de tal suerte que con el tiempo la banda de Ignacio Parra terminó consultando aquellos datos con él.
Si te gustó este episodio sobre la inquieta mente de Pancho Villa, puedes suscribirte a EL UNIVERSAL para leer en la siguiente entrega la historia de su “primer botín” y cómo se reencontró con su familia.