El silencio es un legado de la violencia. En el silencio, la perpetuidad de la barbarie se instala, alquitranándose en la memoria. Estamos viendo pasar frente a nosotros un genocidio. Permanecer en silencio frente a esto significa una fractura en la conciencia colectiva. La barbarie no es únicamente el acto de destrucción; es también el colapso de la ética compartida que debería sostener la vida. Lo que queda es ese vacío que desorienta, que agrieta las ideas de justicia y humanidad como verdades universales. En las últimas semanas, hemos visto algunos intentos por establecer un frente ético contra la barbarie. Centros educativos como el Colegio de México (Colmex) y el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) rompieron relaciones con Israel, en respuesta a las atrocidades que se han cometido en contra del pueblo palestino.
Un frente ético contra la barbarie es algo más que una respuesta moral a la violencia. Es una posición activa, una insistencia en restaurar la dignidad allí donde ha sido negada. Un frente ético es una comunión en la empatía, pero también en la acción: implica el compromiso de ver al otro, al irreductible otro, como parte inseparable de nosotros mismos. Su conceptualización parte de un principio radical: que la justicia no es negociable, que la humanidad no admite excepciones. Es una resistencia que se niega a aceptar la normalización de lo impensable. Ante esto, sería impensable que alguien sostuviera lo contrario. Sin embargo, en respuesta a la ruptura de relaciones con Israel que hizo pública el Colmex, una lista de abajofirmantes pseudointelectuales apareció en redes sociales para objetar la decisión del Colegio.
El comunicado de apologistas del genocidio decía que “un boicot académico dicotomiza la realidad, se adhiere a una narrativa unilateral y atenta contra la libertad de pensar, disentir y cuestionar”. Me queda claro que, como afirmaba el sociólogo Erving Goffman, las únicas personas incapaces de sentir vergüenza son quienes se creen dioses. El argumento de estos apologistas no es más que un espejismo de neutralidad que, lejos de defender la libertad de pensamiento, la instrumentaliza para justificar la inacción frente a la barbarie. Yo, de verdad, me pregunto ¿qué significa, realmente, esa supuesta "dicotomización de la realidad"? En un momento tan violento y tan doloroso como el genocidio del pueblo palestino, plantear una equidistancia moral entre el perpetrador y la víctima no es un acto de reflexión crítica, sino de profunda deshumanización. Pretender que la continuidad de relaciones académicas con un Estado genocida garantizan la "libertad de pensar" es, en el mejor de los casos, una ignorancia deliberada y, en el peor, una complicidad activa.
Romper relaciones con un Estado que perpetra crímenes de lesa humanidad no atenta contra el pensamiento crítico; al contrario, es un acto de coherencia ética. De nuevo, es un esfuerzo para construir un frente ético contra la barbarie. Pensar, disentir y cuestionar solo tendría valor si se ejerce desde un compromiso con la justicia. ¿De qué sirve una libertad de pensamiento que elige no confrontar la opresión, que se acomoda en la comodidad de “los matices” mientras hay cuerpos que son sepultados bajo los escombros de la violencia? La verdadera amenaza contra el pensamiento crítico no es el boicot, sino la indiferencia, la normalización del genocidio bajo el disfraz de una supuesta pluralidad intelectual.
Cada acto de silencio es un espacio que la violencia ocupa para normalizarse, un vacío donde la injusticia se asienta sin oposición. Insistir en la "neutralidad" ante lo inaceptable es, en el fondo, una forma de alinearse con el poder opresor, de permitir que el horror se convierta en parte del tejido cotidiano de nuestra humanidad rota. Resistir, entonces, empieza con la palabra: con el rechazo claro y contundente a permanecer indiferentes, con la construcción de un frente ético que no deje lugar a dudas sobre qué lado de la historia elegimos habitar.