Para Eli
Quizá uno de los retos más grandes para quienes venimos de la academia es comunicar, con palabras sencillas, nuestras investigaciones. ¿Qué es una metodología?, ¿por qué es relevante el rigor?, ¿qué es y con qué se come la significancia estadística? Pero, incluso más importante que las preguntas anteriores: ¿cómo le comunicarías todo esto a tu sobrina de seis años? Esta pregunta fue mi guía durante esta semana porque el INEGI dio a conocer el miércoles pasado las estimaciones oficiales de pobreza en México. ¿Cómo le explicarías a tu sobrina de seis años que fue posible que 13.4 millones de personas salieran de la pobreza en el último sexenio?, ¿y cómo le explicas también que, al mismo tiempo, siguen existiendo carencias sociales, como el acceso a la salud, que no se han podido revertir?
Quiero empezar entonces por el principio: después de la disolución del Coneval, el INEGI asume oficialmente la encomienda de presentar la medición de la pobreza multidimensional en el país. Sí existe, sin embargo, un cuestionamiento ético de fondo: que la misma institución encargada de producir y levantar los datos sea, al mismo tiempo, la que los analice. El insumo principal para la medición de la pobreza en nuestro país es la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH), diseñada y aplicada por el INEGI. La preocupación surge porque, en términos de diseño institucional, se concentra en una sola institución tanto la generación de la información estadística como la aplicación de la metodología de análisis. Hasta antes de la desaparición del Coneval, existía un contrapeso que, además de dotar de transparencia, garantizaba la independencia entre quienes producen la información y quienes evalúan la política pública.
Ahora bien, me parece conveniente matizar: el Coneval contaba ya con una metodología de medición de la pobreza multidimensional que era pública, transparente y, sobre todo, replicable. Este último atributo (la replicabilidad) es central para la construcción de conocimiento científico. La ciencia, incluidas las ciencias sociales, se sostiene en la posibilidad de reproducir un procedimiento, verificar sus resultados y, a partir de ello, generar debates rigurosos. Sin replicabilidad, no hay acumulación de conocimiento; hay, en el mejor de los casos, ejercicios aislados y opacos. En ese sentido, lo que ha hecho el INEGI es retomar la metodología desarrollada por Coneval y darle continuidad, permitiendo que las mediciones de pobreza se mantengan comparables a lo largo del tiempo. Esta comparabilidad es bien indispensable porque, sin ella, perderíamos la capacidad de observar las tendencias históricas de la pobreza, de identificar avances o retrocesos, y de vincular esas variaciones con contextos económicos, sociales o políticos específicos.
A todo esto, entonces, ¿cómo medimos la pobreza? La respuesta, en este caso, está en el concepto de pobreza multidimensional. Una persona se encuentra en esta situación cuando no tiene garantizado el ejercicio de al menos uno de sus derechos para el desarrollo social y, al mismo tiempo, sus ingresos son insuficientes para adquirir los bienes y servicios necesarios para cubrir sus necesidades. Lo primero que hay que subrayar es que la pobreza no se mide únicamente por ingresos. Para eso nos sirve atarnos al adjetivo multidimensional: porque incorpora también lo que se conoce como carencias sociales, es decir, la falta de acceso a derechos. En la metodología del Coneval, las carencias sociales se dividen en seis dimensiones: rezago educativo, carencia por acceso a los servicios de salud, carencia por acceso a la seguridad social, carencia por calidad y espacios de la vivienda, carencia por acceso a los servicios básicos en la vivienda y carencia por acceso a una alimentación nutritiva y de calidad.
Con base en estos indicadores, podemos clasificar a la población en distintas situaciones. La más evidente es la de quienes se encuentran en pobreza multidimensional, sin embargo, la metodología también reconoce otros grupos que, si bien no son considerados pobres en sentido estricto, sí enfrentan vulnerabilidades. Está, por ejemplo, la población vulnerable por carencias sociales, integrada por personas que presentan una o más carencias sociales pero cuyos ingresos son iguales o superiores a la línea de pobreza por ingresos; pensemos en alguien que gana lo suficiente para cubrir la canasta básica, pero que no tiene acceso a seguridad social ni a servicios de salud. Existe también la población vulnerable por ingresos, que se refiere a quienes no reportan ninguna carencia social pero cuyos ingresos son insuficientes; un caso ilustrativo sería el de un hogar que cuenta con vivienda adecuada y acceso a servicios, pero que carece de los recursos monetarios necesarios para sostener ese nivel de vida en el tiempo. Finalmente, está la población no pobre y no vulnerable, es decir, aquellas personas que no presentan carencias sociales y cuyos ingresos son iguales o superiores a la línea de pobreza por ingresos.
Dentro de la pobreza multidimensional también es posible distinguir entre dos situaciones específicas. Por un lado, se encuentra la pobreza extrema, que corresponde a las personas cuyo ingreso está por debajo de la línea de pobreza extrema y que, además, enfrentan al menos tres carencias sociales. Por otro lado, están quienes no cumplen con estas condiciones tan severas pero sí presentan, al menos, una carencia social y tienen ingresos por debajo de la línea de pobreza; a este grupo se le denomina pobreza moderada. Tanto la pobreza extrema como la pobreza moderada constituyen, en conjunto, una subclasificación dentro de la pobreza multidimensional.
Todo esto para decir: la medición de la pobreza es compleja. No resulta tan accesible entender que, al mismo tiempo que 13.4 millones de personas salieron de la pobreza entre 2018 y 2024, la carencia por acceso a servicios de salud haya aumentado en los últimos cuatro años. A primera vista, pareciera una contradicción: ¿cómo es posible que más personas mejoren sus condiciones de vida y, al mismo tiempo, se incremente una de las privaciones más elementales? La explicación está en la propia lógica multidimensional: una persona puede mejorar sus ingresos al grado de superar la línea de pobreza y, sin embargo, seguir enfrentando dificultades para acceder a servicios de salud públicos o privados. Dicho de otro modo, se puede dejar de ser pobre en términos de ingreso, pero continuar experimentando una o más carencias sociales.
Esto nos recuerda que la reducción de la pobreza no es un fenómeno unidimensional ni automático, sino el resultado de un entramado de decisiones económicas y políticas. Es cierto que una parte de la mejora en el bienestar se explica por la expansión de los programas sociales, que han significado transferencias directas para millones de hogares. Pero es igualmente cierto que el factor más determinante en la disminución de la pobreza ha sido el incremento de los ingresos laborales. Hay que decirlo y recordarlo: la mayoría de las personas pudo salir de la pobreza en un contexto de políticas laborales que impulsaron el aumento histórico del salario mínimo durante el último sexenio.
Se trata de una decisión política. La pobreza no es el resultado de la voluntad individual de quien la padece, sino de estructuras sociales y económicas que pueden transformarse cuando existe voluntad política para hacerlo. Que millones de personas hayan salido de la pobreza en México en los últimos años es, en ese sentido, la consecuencia de un cambio deliberado en las reglas del juego económico y laboral, no de un azar ni de un esfuerzo aislado. Desde esta perspectiva, no se trata únicamente de celebrar cifras, sino de reconocer que detrás de cada dato hay luchas sociales y decisiones políticas concretas. El esfuerzo de la administración de Andrés Manuel López Obrador por dignificar el trabajo mediante el aumento del salario mínimo, así como la continuidad que promete su sucesora Claudia Sheinbaum, muestran que es posible transformar estructuras históricamente injustas cuando se privilegia a quienes sostienen la riqueza del país con su fuerza de trabajo. Es verdad que todavía queda mucho por hacer, particularmente en el ámbito del acceso efectivo y universal a la salud, donde persisten rezagos que ponen en entredicho el sentido mismo de la igualdad social.
Aun así, lo que vemos es que la pobreza no es un destino natural ni el resultado de la “falta de esfuerzo” individual, como tantas veces se repite desde el discurso liberal y empresarial. La pobreza es, ante todo, producto de relaciones de poder y de decisiones históricas que pueden modificarse. Y la disminución de la pobreza es el resultado de la lucha colectiva de quienes han defendido el derecho a una vida digna. Ojalá que cuando nuestras sobrinas y sobrinos, a quienes intentamos explicarles esto con palabras sencillas, crezcan, encuentren un país con menos pobreza y menos carencias sociales. Un país donde los derechos no se midan por la capacidad de compra, sino por la garantía plena de que nadie quede atrás.