Desde el inicio de la denominada "Guerra contra las drogas" en 2006, México ha sido escenario de una reconfiguración violenta del poder criminal, caracterizada por la fragmentación y diversificación de los mercados ilegales, así como por la intensificación de disputas entre grupos armados. Este conflicto prolongado ha generado una crisis multidimensional en la que la violencia no solo se expresa en enfrentamientos directos, sino también en la proliferación de prácticas como la desaparición forzada, que ahora entendemos como una estrategia de control territorial y disciplinamiento social.

Uno de los signos más dolorosos de esta guerra criminal ha sido la sistematicidad con la que se han encontrado fosas clandestinas en el país, evidencia de una violencia que se ha vuelto estructural y que ha redefinido el paisaje sociopolítico. Desde 2006, el hallazgo de estos sitios de inhumación irregular ha sido constante y creciente. De acuerdo con el informe Situación de fosas clandestinas en México (2018) de la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH), entre finales de 2006 y mediados de 2017, las fiscalías y procuradurías estatales documentaron 1,608 fosas clandestinas, de las cuales se exhumaron 3,043 cuerpos y 868 restos o fragmentos óseos.

La crisis de desapariciones se ha exacerbado en los últimos años, convirtiendo a México en un país marcado por la ausencia forzada de miles de personas. Según el Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO), actualmente existen 124,265 personas desaparecidas, una cifra que no solo da cuenta de la magnitud del fenómeno, sino también de las profundas estructuras de impunidad que permiten su continuidad. En este contexto, la guerra criminal no solo redefine las relaciones de poder entre los grupos armados, sino que también impone nuevas formas de violencia que desbordan la dimensión estrictamente delictiva, trastocando el tejido social e inscribiendo la desaparición y el terror como elementos constitutivos del orden contemporáneo.

El reciente hallazgo del Rancho Izaguirre, en Teuchitlán, Jalisco, donde colectivos de madres buscadoras encontraron un sinfín de restos óseos, fosas clandestinas y ropa perteneciente a personas que presuntamente fueron reclutadas y desaparecidas por una organización criminal, es una manifestación de la necropolítica que atraviesa el territorio mexicano. Desde 2006, la guerra criminal ha reconfigurado las lógicas de la violencia. La proliferación de fosas clandestinas y sitios de inhumación irregular como el Rancho Izaguirre no responde a eventos aislados, sino a un patrón sistemático inscrito en las dinámicas de disputa entre grupos armados y en la impunidad estructural que garantiza su continuidad.

Si bien el hallazgo del Rancho Izaguirre y la proliferación de fosas clandestinas en México evocan la imagen de un exterminio sistemático, trazar una comparación directa con Auschwitz —o con otros espacios de aniquilación en contextos históricos distintos, como se ha visto en los últimos días en redes sociales— no solo resulta metodológicamente impreciso, sino que también corre el riesgo de reducir la especificidad de la violencia contemporánea en México a una analogía que oscurece su complejidad.

Auschwitz fue un dispositivo estatal de exterminio, diseñado con una burocracia de la muerte que operaba dentro de un proyecto autoritario de eliminación de grupos considerados enemigos por el régimen nazi. La violencia criminal en México, en cambio, se inscribe en un contexto de fragmentación del poder, donde múltiples actores —grupos armados, estructuras estatales coludidas y mercados ilegales— reconfiguran continuamente las reglas de la guerra. En este entramado, la desaparición no es un acto de exterminio, sino una tecnología de control y un mecanismo de producción de miedo que se sostiene sobre la impunidad estructural.

Más allá de las diferencias históricas y políticas, el problema de comparar estas violencias radica en la lógica de la cuantificación del horror: preguntarse cuál tragedia es "mayor" en términos de magnitud o sufrimiento no solo es una discusión infértil, sino que también invisibiliza el dolor de quienes buscan a sus desaparecidos. La violencia no es más o menos atroz en función del número de víctimas, sino en la profundidad con la que desgarra el tejido social y reconfigura el significado de la vida y la muerte en un territorio.

En lugar de intentar encajar la realidad mexicana en marcos comparativos que no terminan de capturar su especificidad, es fundamental abordar la crisis de desapariciones y fosas clandestinas desde su propia historicidad, reconociendo las dinámicas del poder criminal y estatal que la sostienen.

Este no es Auschwitz. No es un campo de concentración con hornos y cámaras de gas, ni una maquinaria estatal dirigida a la aniquilación total. Es México, un país donde la colusión entre ciertos actores estatales y grupos criminales ha permitido que la desaparición y los homicidios se conviertan en prácticas recurrentes. Y duele.

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