La reciente extradición masiva de 29 narcotraficantes desde México hacia Estados Unidos, encabezada por figuras históricas del crimen organizado en nuestro país, pone de frente los múltiples pliegues de la relación asimétrica entre ambas naciones en el ámbito de la seguridad. Más allá del gesto diplomático que suponen estas entregas, la operación revela las tensiones inherentes al régimen de cooperación binacional, donde el aparato punitivo estadounidense dicta las jerarquías de la persecución penal. La extradición de estos 29 narcos abre una fisura en el andamiaje discursivo que consagra la lucha contra las drogas como una cruzada por el orden público, omitiendo los vínculos estructurales entre las economías ilegales, la corrupción y la arquitectura global del capital.

Desde 2006, México vive una guerra que lejos de contener la expansión de las economías criminales, ha acrecentado la violencia letal, las desapariciones y las políticas de seguridad encaminadas a reforzar la militarización de la seguridad pública. Esta militarización no sólo ha fracasado en su cometido de pacificación, sino que ha profundizado las lógicas de violencia que atraviesan el tejido social, desdibujando los límites entre el Estado y los actores criminales en amplias regiones del país.

Cuando nos acercamos a estratos temas, es imprescindible comprender que la relación entre el crimen organizado y el Estado no es de suma cero, donde el fortalecimiento de uno implique necesariamente la derrota del otro. Por el contrario, ambos se configuran en un régimen de coexistencia donde su supervivencia mutua depende de complejas redes de complicidad, tolerancia y negociación. No hay crimen organizado sin Estado, porque las estructuras criminales se articulan sobre el vacío regulatorio, la corrupción institucional y los dispositivos de control que el propio Estado despliega. Esta imbricación erosiona las fronteras entre legalidad e ilegalidad, consolidando un orden híbrido donde el poder se administra a través de la violencia y la gestión informal de los mercados ilícitos.

La extradición de estos personajes parece obedecer más a la lógica de la sumisión geopolítica que a una voluntad genuina de hacer justicia. Este no es, definitivamente, un buen precedente para la impartición de justicia en nuestro país. Aceptar que la persecución penal se diseñe según los imperativos de una administración extranjera implica despojar a las víctimas de la posibilidad de interpelar directamente a los perpetradores y de construir procesos de verdad que anclen la responsabilidad en los territorios donde se desplegó la violencia. Este desplazamiento de la justicia no sólo consolida la imagen de México como un espacio periférico en la arquitectura global del castigo, sino que priva a la sociedad de la oportunidad de construir una memoria colectiva que reconozca la centralidad del sufrimiento humano en la contienda por la justicia. La negociación con Estados Unidos es complicada y tiende ahora de un hilo muy fino que es necesario cuidar.

Además, la extradición no garantiza la obtención de respuestas para construir la verdad. Las víctimas quedan relegadas a una categoría residual en la narrativa penal, mientras las sentencias se limitan a castigar la participación en los mercados ilícitos sin desentrañar las redes de violencia, complicidad y encubrimiento que sostienen al crimen organizado.

No es casual que el paradigma punitivo se presente como la única vía posible para enfrentar la violencia, pues esta lógica se inscribe en un horizonte que privilegia la venganza sobre la reparación y el olvido sobre la memoria. Terminar con la guerra requiere imaginar una justicia que no se limite a la administración de castigos, sino que reconstruya los lazos rotos por la violencia. Una justicia anclada en la memoria debe ser capaz de visibilizar las historias de quienes han sido despojados, reivindicar el duelo como una práctica política y sentar las bases para una reparación integral que dignifique la vida. Sólo desde este horizonte es posible desmantelar la arquitectura bélica que ha perpetuado el sufrimiento y el olvido como orden constitutivo de nuestra vida colectiva.

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