Cuando nos vamos, no solo dejamos recuerdos: nos llevamos versiones. De lo que la otra persona fue en nosotros, y de lo que nosotros fuimos junto a esa presencia. Cada historia deja huellas invisibles que siguen respirando en la memoria, aunque el cuerpo haya aprendido a caminar sin ese reflejo.

Nadie sale igual de un vínculo profundo. Algo se queda, algo se rompe, algo se transforma. Pero lo más desconcertante ocurre cuando el destino —caprichoso o preciso— cruza nuevamente esos caminos. Ambos regresan, sí, pero ya no son quienes fueron. Lo que se encuentra no es la historia que quedó inconclusa, sino sus ecos: fragmentos que aún recuerdan cómo se tocaban cuando eran de carne y tiempo.

Intentar repetir lo que fuimos es como querer respirar en una casa sin oxígeno: ya no está el aire de antes, aunque parezcan las mismas paredes. El tiempo no siempre destruye, transforma: apaga el ruido de los impulsos, revela matices del silencio y nos enseña a mirar con otra verdad. No somos los mismos que partieron, y eso duele porque el corazón se aferra a la versión que entendía el lenguaje del pasado.

A veces, en el reencuentro, la nostalgia intenta imponerse. Surge la tentación de creer que si se repiten los gestos, volverá la emoción intacta. Pero el amor, como nosotros, no se repite: muta. Lo que alguna vez fue ternura hoy puede ser distancia; lo que fue certeza, hoy se vuelve aprendizaje. No porque haya fallado, sino porque cumplió su ciclo.

El reencuentro no prueba que haya amor, sino qué versión de nosotros está lista para mirarse sin ilusión. A veces se confunde el deseo de recuperar con la necesidad de comprender. No siempre queremos volver al otro: queremos volver a quienes éramos cuando todavía creíamos que todo era posible.

Hay vínculos que no terminan, solo cambian de idioma. Otros, en cambio, dejan de entenderse porque los interlocutores ya hablan desde lugares distintos. El crecimiento no pide permiso: desacomoda. No destruye lo vivido, pero revela lo que ya no puede sostenerse.

El paso del tiempo no borra: reescribe. Reacomoda por dentro, cambia las prioridades, redefine los significados. Amar también implica aceptar la evolución. El cierre no siempre llega con un portazo, sino con la serenidad de mirar atrás sin rencor, sabiendo que aquel vínculo fue real, pero ya no nos contiene.

Lo más doloroso del reencuentro no es ver a la otra persona diferente, sino descubrir que nosotros también cambiamos, que ya no encajamos en la historia que alguna vez fue nuestra casa. Comprender eso no es perder: es despertar.

Somos versiones. Cada amor, cada ruptura, cada intento nos modifica un poco más. Lo que un día fuimos con alguien no se repite, pero tampoco se pierde: queda guardado como un idioma que ya no hablamos, aunque todavía sepamos pronunciarlo de memoria.

El tiempo no roba, revela. Nos enfrenta a lo que ya no somos y a lo que todavía resiste dentro. A veces deja ruinas, otras, espacio para volver a empezar sin pretender ser los mismos. Quizá de eso se trate: de seguir siendo movimiento, incluso cuando ya no queda mapa que nos describa. De aprender a caminar sin destino fijo, con la verdad de haber sido.

Toda historia deja un eco que nos reordena por dentro. No importa si duró años o apenas un instante: cada encuentro verdadero nos modifica la forma de estar en el mundo. Somos la suma de lo que amamos, de lo que perdimos y de lo que aprendimos a soltar. Y en ese constante devenir, seguimos buscándonos en las versiones que aún no somos.

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