Hay decisiones que uno toma sabiendo que son un error. Y aún así, las defiende. Las argumenta. Las racionaliza. Porque hay algo en el autoengaño que reconforta. Nos hace sentir que tenemos el control, aunque sepamos —muy dentro— que vamos directo a donde no deberíamos.
Nos convencemos de que "esta vez es diferente", de que "ya cambió", de que "lo necesito para cerrar el ciclo". Mentiras envueltas en justificaciones brillantes. Nos mentimos con tanta elegancia, que si nos escucháramos desde fuera, hasta nos aplaudiríamos.
La mente es experta en construir verdades a la medida del deseo. Y no importa cuántas veces se haya caído la misma historia: si hay necesidad, ahí estaremos otra vez, con el mismo guion, nuevos pretextos y las ganas intactas de volver a lo que ya nos dolió. Pero ahora con palabras más bonitas.
Hay quienes se convencen de que quedarse es valentía. Otros de que irse es madurez. Algunos de que no sentir es fortaleza. Y otros —los más avanzados— se convencen de que todo fue aprendizaje, aunque todavía no puedan dormir.
Nos encanta ponernos nombres heroicos por decisiones cobardes. Llamamos evolución a no responder mensajes. Llamamos amor propio a bloquear para no enfrentar. Llamamos soltar a lo que simplemente se nos fue de las manos.
Y no es que esté mal. Es humano. Lo ridículo, lo trágico y lo bello es que todos hemos hecho lo mismo. Hemos dicho “yo estoy bien” mientras tragamos saliva. Hemos fingido superación mientras espiamos en silencio. Hemos abrazado nuevas rutinas para no aceptar que extrañamos. Hemos dado discursos para justificar vacíos.
Nos convencemos… porque duele menos que aceptar.
A veces uno no necesita una verdad. Necesita una versión de la historia que pueda contar sin romperse. Y por eso escribimos, hablamos, gritamos, actuamos como si lo tuviéramos claro. Y hasta lo creemos. Hasta que la noche cae, y ahí estamos: sin público, sin narrativa, sin control. Solo nosotros… y lo que evitamos mirar.
También nos convencemos de que el tiempo arregla todo. De que el silencio es madurez. De que si no lo hablamos, es porque ya no importa. Pero sabemos que no es cierto. Solo estamos dándole forma decente al abandono.
Nos decimos que no pasa nada, mientras sí pasa. Que ya no duele, mientras evitamos los lugares, las canciones, los nombres. Que ya no sentimos, mientras seguimos escribiendo indirectas disfrazadas de superación.
Nos convencemos de que crecer es dejar de sentir. Pero no. Crecer es sentirlo todo… sin quedarnos a vivir en eso. Y eso no se logra con frases, se logra con procesos.
Nos decimos que ya lo superamos, pero seguimos esperando que esa persona vea nuestras historias. Decimos que ya entendimos, pero aún revisamos si sigue ahí, aunque juremos que ya no importa. Afirmamos que no volveríamos… y contestamos si llama. ¿Eso no es amor? Tal vez no. Pero es una forma bastante eficiente de autoengaño con presupuesto emocional.
También están las frases sofisticadas: “Fue un vínculo importante”, “fue una relación que me mostró mucho”. Las decimos como si fueran epifanías. Y sí, quizá lo fueron. Pero en el fondo, todos sabemos que una parte de nosotros solo está haciendo relaciones públicas internas para no confesar que aún duele.
De lo que nos convencemos no es broma. Es supervivencia emocional.
Pero también es el freno que no nos deja avanzar. Porque mientras más lo defiendes, más te hunde. Y mientras más adornas el pasado, más te alejas de tu presente.
Así que está bien: convéncete un rato si lo necesitas. Pero no vivas ahí.
Porque tarde o temprano, hasta la mentira más bonita se aburre de sostenerse.
¿Qué mentira sigues defendiendo con tus mejores argumentos?
Facebook: Yheraldo Martínez
Instagram: yheraldo
X: @yheraldo33