La alegría que cambia el pulso no se anuncia. Irrumpe como relámpago en medio de la tarde más plana. Nadie la programa, nadie la fabrica, nadie la ordena: aparece con la insolencia de lo vivo y te sacude el cuerpo entero.
Puede sorprenderte en un semáforo, en la risa torpe de alguien que no conoces, en el olor a café recién molido que atraviesa una calle cansada. No pide escenario ni protocolo: se cuela en los intersticios de la rutina y enciende lo que parecía apagado para siempre.
No tiene manual. No responde a los planes que dibujamos en pizarras, ni a las metas que perseguimos con ansiedad. Es un intruso que se infiltra en lo cotidiano y lo vuelve extraordinario sin pedir permiso. Por eso su fuerza es tan desbordante: demuestra que la vida no está del todo domesticada.
Durante años nos educaron para creer que la felicidad se alcanza después de cumplir requisitos: un título, un trabajo, una pareja, una cifra en la cuenta. Esta irrupción luminosa se burla de esa pedagogía del sacrificio y aparece en cualquier esquina, recordándonos que lo vital no se aplaza. Llega antes, sin credenciales, sin permiso.
No es espectáculo ni euforia artificial. Es más profunda y feroz. Se parece a la grieta que abre un rayo en el cielo: dura poco, pero lo ilumina todo. Y lo que deja a su paso es irrebatible: la certeza de que aún existen sorpresas a nuestro favor.
También incomoda. Interrumpe la lógica del rendimiento, la disciplina de la seriedad, la exigencia de demostrar que todo tiene utilidad. Se planta en medio de la jornada como regalo inútil y, justo por eso, esencial. No produce nada, no acumula puntos, no engorda currículums. Solo te devuelve al presente con la fuerza de lo incontrolable.
A veces es un detalle mínimo: una palabra que llega en el instante justo, una canción que parecía perdida, la carcajada que se escapa en un velorio y no profana el dolor, sino que lo vuelve más soportable. Otras veces es un acontecimiento mayor: una llamada que creías imposible, la coincidencia que altera un rumbo, la sensación de que todo por un instante respira a tu favor.
Lo decisivo no es su tamaño, sino su capacidad de irrumpir. Y ahí se esconde su poder: recordarnos que no todo depende de nosotros, que la existencia no es solo esfuerzo, cálculo y control. Que todavía hay vida que se filtra en los resquicios y estalla cuando menos lo esperamos.
El verdadero desafío es dejarla entrar. Muchas veces la bloqueamos: la juzgamos ingenua, la sospechamos trivial, la posponemos para cuando “ya toque”. Pero quien se entrena a reconocerla desarrolla un músculo distinto: la disponibilidad. Y con ella, la capacidad de vivir sin que todo esté previamente asegurado.
Porque no elimina la dificultad, pero sí la perfora. No borra la tristeza, pero deja pasar una rendija de luz que la vuelve menos totalitaria. No niega el duelo, pero lo acompaña con un respiro que impide que la oscuridad se vuelva dictadura. Esa es su política: no promete paraísos, ofrece interrupciones. Y en esa interrupción, uno recuerda que aún puede seguir.
Quizá por eso resulta peligrosa para los discursos que se alimentan de miedo y de prisa. Porque basta con un estallido auténtico para que la maquinaria del control se resquebraje. Allí donde hay sorpresa luminosa, el cálculo pierde poder.
Es como el fuego que prende sin fósforo. No dura eternamente, pero enciende lo suficiente para alumbrar lo que habías olvidado mirar. Y con eso alcanza: un instante de luz puede ser la diferencia entre arrastrar la vida o habitarla.
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