Hay un momento, después de la intensidad, en que todo se vuelve silencioso. No es vacío ni tristeza: es el eco que deja lo vivido cuando el resplandor se disuelve. El cuerpo sigue latiendo, pero la mente necesita unos segundos para entender que ya no hay música. La euforia se fue, la chispa cumplió su ciclo, y lo que queda es el aire tibio de lo que todavía vibra aunque ya no deslumbre.

Después del brillo, todo se desacelera. Se percibe el cansancio de haber sentido tanto, de haber estado tan expuesta la atención, de haber sostenido sin descanso el fuego de lo vital. Llega entonces un tipo de quietud que no pide explicación: una pausa que no busca consuelo ni aplauso. Solo presencia. Como si el alma, exhausta de tanta intensidad, pidiera reposo para volver a escucharse.

En esa calma comienzan las conversaciones más difíciles: las que uno tiene consigo. Surgen preguntas que el ruido no dejaba escuchar: ¿qué de todo lo que me encendió sigue siendo mío?, ¿cuánto de lo que parecía luz era solo reflejo? Es un territorio incómodo, porque ahí no hay público, solo espejo. Las certezas se tambalean y las máscaras se aflojan. Ya no hay narrativa que sostenga la ilusión de control, solo la evidencia de lo que somos cuando el escenario se apaga.

Pelear hacia dentro no siempre es grito: a veces es un silencio honesto que obliga a admitir lo que ya se sabía y no se quería mirar. Lo que dolía, lo que se mentía, lo que se seguía intentando sostener aunque ya no pertenecía. Es el instante en que aparece la claridad y demuestra que también puede doler, porque desnuda sin anestesia. Pero en esa desnudez surge una forma distinta de libertad: la de no tener que fingir que todo brilla.

Después del brillo, uno aprende a ver con otros ojos. La luz ya no encandila; revela. Muestra los bordes, las sombras, las texturas que la euforia había borrado. Y ahí, en lo opaco, aparece otra belleza: la de lo que no necesita ser extraordinario para existir. La vida cotidiana recobra su pulso, las pequeñas cosas recuperan peso, y uno comienza a entender que madurar no es apagar la chispa, sino aprender a sostener la claridad sin depender de ella.

No se trata de renunciar al fuego, sino de reconocer sus ciclos. Hay destellos que nacen para recordarte que sigues vivo, y otros que se apagan para enseñarte que no necesitas tanto resplandor para seguir caminando. Lo que queda después del brillo no es menos vida: es la vida sin espectáculo, la que sucede cuando el entusiasmo se vuelve serenidad y la búsqueda de sentido deja de ser carrera para volverse respiración.

Con el tiempo, uno entiende que después de la intensidad también se revelan los vínculos. Algunos se disuelven cuando el ruido baja, otros aparecen en silencio, sin prometer nada. Ahí se descubre quién sostenía por afecto y quién solo aplaudía por costumbre. No hay juicio, solo claridad. Porque lo que permanece cuando la luz se apaga no busca crédito: simplemente está. Y eso basta para seguir.

A veces hay que dejar que la euforia se derrita para descubrir lo que realmente pertenece. Y casi siempre lo que permanece no hace ruido: un gesto sencillo, una certeza íntima, una mirada que no pide escenario. Esa es la verdadera luz: la que no depende del aplauso ni del instante, la que no se mide en fulgores, sino en la capacidad de seguir mirando incluso cuando el escenario se apaga.

Porque la existencia también se mide en lo que sucede cuando todo parece haber terminado. En ese tramo sin brillo, sin vértigo ni relámpago, sigue latiendo lo esencial: la posibilidad de seguir siendo, aunque ya no haya espectáculo que lo anuncie. Y esa continuidad silenciosa, tan fácil de pasar por alto, es quizá la forma más madura de alegría: aquella que no necesita ser vista para seguir ardiendo por dentro.

Facebook: Yheraldo Martínez Instagram: yheraldo X: @yheraldo33

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