La vida es un tapiz en constante transformación. Cada ciclo trae cambios inevitables, unos esperados y otros sorpresivos. Nos aferramos a lo conocido, buscando consuelo en lo familiar, pero la verdadera fortaleza no está en resistir, sino en aprender a fluir. Nada se pierde para siempre; todo se reinventa.

En medio de este flujo, surge una pregunta esencial: ¿qué permanece cuando todo se disuelve? No son los recuerdos ni las certezas de lo que fuimos los que nos sostienen, sino la esencia de lo que somos. Esa fuerza interna, oculta por el miedo y la rutina, aparece cuando soltamos lo que ya no nos pertenece. Cambiar no es perder, es renacer.

Las estaciones pasan, el paisaje se transforma, pero algo en nosotros persiste. No es un objeto ni una idea fija, sino una llama interna que, aunque el viento arrastre lo que creíamos seguro, sigue intacta. En medio del caos, esa fuerza es refugio y guía.

El cambio es constante, pero no todo lo que se va es una pérdida. Cada cierre es, a su modo, una puerta abierta. Como el árbol que se despoja de sus hojas en otoño para dar paso a la primavera, nosotros también debemos soltar lo que ya no nos nutre, confiando en que lo nuevo traerá renovación. El cambio no es una amenaza; es prueba de que seguimos vivos.

Nos aterra lo incierto, nos paraliza la duda de si hemos tomado el camino correcto y nos aferramos a lo conocido. Pero la vida no se mide por los momentos en que nos quedamos quietos, sino por aquellos en los que decidimos avanzar, aunque no veamos el final del camino. La verdadera prueba no está en evitar el cambio, sino en aprender a crecer con él.

A menudo creemos que el movimiento sucede fuera de nosotros, que las circunstancias son las que cambian. Pero la transformación más profunda ocurre dentro. Cambia la forma en que vemos el mundo y cómo nos contamos nuestra historia. Aceptamos lo que llega, soltamos lo que ya cumplió su ciclo. Evolucionar no es perderse en el tiempo, sino fortalecerse a través de él.

La impermanencia nos enseña a vivir con ligereza. Al comprender que todo es transitorio, aprendemos a disfrutar sin aferrarnos y a soltar sin sentirnos vacíos. Lo que hoy parece eterno, mañana será solo una etapa más en nuestro camino.

Cuando todo tiembla, cuando las certezas se desvanecen, lo único que sigue en pie es la capacidad de seguir adelante. La resiliencia no es la ausencia de miedo, sino la voluntad de avanzar a pesar de él. Aunque todo a nuestro alrededor cambie, dentro de nosotros hay una semilla de renacimiento. En cada caída, hay oportunidad de reconstrucción; en cada final, una promesa de nuevo comienzo.

El tiempo nos obliga a desprendernos de lo que creemos imprescindible para mostrarnos lo que realmente importa. No somos lo que perdemos, sino lo que decidimos construir después de la pérdida. En esa elección de seguir creando, de seguir creyendo en algo más allá de lo efímero, radica nuestra mayor fortaleza.

Porque al final, lo único que no se desvanece es aquello que nos impulsa a renacer. La voluntad de levantarnos, la pasión por lo que aún queda por descubrir, el fuego que arde incluso en medio de las cenizas. No somos el pasado que se desmorona ni las certezas que se evaporan; somos la determinación de seguir de pie, de abrazar la vida con todo su vértigo. Mientras haya aliento en nuestro pecho, siempre habrá un nuevo comienzo esperándonos. Porque lo que realmente permanece… es lo que somos.

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