La vida se puede medir en años o en mundiales de futbol.

La casa del tío Camilo fue refugio para los aficionados del futbol. Era uno de los privilegiados del pueblo en tener una televisión para disfrutar del partido inaugural de México 70. Su generosidad fue tan grande que ese día recibió a familiares y vecinos que queríamos ver ganar a la Selección Mexicana. No olvido la escena: una pequeña pantalla blanco y negro, para un auditorio de más de 40 personas.

Entre los asistentes al convite estábamos mi papá, mis dos hermanos, Jaime y Héctor, y yo, que tres meses antes había cumplido siete años de edad. Soy futbolera desde los primeros años de vida. Nunca he negado mi amor a la camiseta azulceleste, ni a la Selección Nacional.

A esa edad no sabía de la hermandad entre las naciones participantes o del legado deportivo y cultural del Mundial, yo entonces solo disfrutaba mucho ver a mis cruzazulinos jugar.

Para ese partido, la emoción de ganar fue transformándose en frustración cuando el marcador entre México y la Unión Soviética permanecía en cero. Y aunque ese fue el resultado final, no nos quitó las ganas de regresar a casa para seguir juntando, emocionados, empaques de pan Bimbo a fin de canjearlos por los ositos de plástico que portaban playeras de diferentes selecciones.

Fue tanta la organización de los hermanos que para el Mundial de Argentina 78 nos juntamos para comprar nuestra propia televisión. Nos dimos cuenta que el esfuerzo fue en vano cuando México perdió, con dolorosa humillación, todos sus partidos. Recuerdo que fue la primera vez que lloré por ver a México perder. Ahora, ya parece costumbre ver a mi equipo derrotado en las finales.

Pero como diría Enrique Krauze, los aficionados del Cruz Azul hemos aprendido las antiguas virtudes del estoicismo.

Ya para México 86, tenía un ingreso que me permitió comprar un boleto para asistir a la inauguración del Mundial. Y aunque no era la primera vez que visitaba el Estadio Azteca ni el tricolor jugaba el partido inicial, lo disfruté cantando con todo el Himno Nacional. Éramos una sola voz que retumbaba afuera del estadio. Recuerdo que a unísono también fue la rechifla que recibió el entonces presidente Miguel de la Madrid, por el descontento que había generado por la crisis económica y la deficiente atención del gobierno al sismo del 85.

A partir de ahí he asistido a cinco mundiales. El inolvidable, sin duda, Alemania 2006. Estando en Suiza, como titular de la CDI, en las negociaciones de la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, pedí al presidente Fox permiso para viajar el sábado cuando no había actividades en la ONU. La sorpresa no fue la autorización, sino que el mandatario me cedió un lugar en la comitiva oficial en el partido del tricolor contra Argentina.

Triste la historia de ese partido. En tiempo extra perdimos 2-1. Todavía recuerdo al Balón de Oro, Franz Beckenbauer, consolándome tras la derrota.

Los mundiales son espectáculos globales, representan la identidad nacional. En unos meses México será uno de los tres anfitriones de esta fiesta deportiva. Muchos ojos estarán puestos en México. La presidenta Sheinbaum, más allá de un discurso de austeridad, tiene la oportunidad de encabezar la ceremonia. No puede ausentarse bajo el pretexto de invitar a una niña en su lugar, por miedo a una rechifla. Es la gobernante y representante de México, tanto en las buenas como en las malas.

Comentario final

Y hablando de juegos, semana once: ¿Cuándo terminará la impunidad de Adán Augusto López?

Ciudadana

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Comentarios