1994 quedó tatuado en la memoria nacional como el preámbulo de la caída del imperio priista. Un par de crímenes sacudieron al país y desnudaron, con brutalidad, las grietas del sistema, el de Colosio, candidato presidencial y Ruiz Massieu, secretario general del partido, ambos, ocurridos con un intervalo de apenas seis meses, con estos se exhibió la descomposición del establishment.

Lomas Taurinas la esperanza rota: El 23 de marzo, en Tijuana, el abanderado fue ultimado tras un mitin que debía proyectar su cercanía con el pueblo. La versión oficial inmediata se centró en Mario Aburto, un obrero de Mexicali, que se dijo actuó como ‘lobo solitario’. La PGR cerró el caso con una rapidez que dejó más preguntas que respuestas, la historia ministerial jamás convenció. Testimonios contradictorios, peritajes dudosos y la sospecha de un ‘doble’ del gatillero alimentaron la conjetura de que Donaldo no murió por un impulso individual, sino por una conspiración. Su discurso en el Monumento a la Revolución en el que denunció desigualdad, marginación y la necesidad de renovación, incomodó al aparato; él, representaba la posibilidad de una nueva democracia, y su muerte, para muchos, selló la negativa a la evolución.

El aniquilamiento del pensamiento progresista: El 28 de septiembre, a escasas semanas del magnicidio, cayó masacrado José Francisco Ruiz Massieu en plena avenida de la capital. Esta vez, la investigación apuntó directamente a los círculos íntimos del poder, aparentes conflictos personales, pero la lectura tenía mayor proyección: La víctima conocía los entresijos de la corrupción y su voz un peligro para las facciones encaradas. Su ejecución reveló que el instituto de Insurgentes ya no fungía como un bloque monolítico, sino un campo de batalla interno.

Dos sacrificios, un solo mensaje: No fueron hechos aislados, era el resultado de la putrefacción, fruto de la voraz avaricia de los negocios de la élite del privilegio que, en lugar de abrir las puertas a la transparencia, optaron por encubrir, administrar el daño y proteger su cúpula. La narrativa de Los Pinos buscó reducir los asesinatos a sucesos distantes, pero la opinión pública entendió otra cosa, que la política mexicana estaba secuestrada por intereses oscuros, por la barbarie como método de control y por un pacto de silencio que llegaba hasta lo alto de Palacio.

El inicio del fin: El PRI mostró su verdadero rostro, incapaz de procesar sus divergencias por las vías del debate y prestos al abandono de sus hombres con tal de no perder el absolutismo. El crimen de Colosio truncó la ilusión de una reforma, mientras que el de Ruiz Massieu confirmó que la exposición de ideas no eran su ruta, sí, dispuestos a devorarse a sí mismos. A partir de ahí, el desplome del régimen fue inevitable.

El eco en el presente: A treinta años de los homicidios, las heridas siguen abiertas; son un símbolo de la oportunidad que se esfumó, muestran que la podredumbre y las pugnas intestinas son el auténtico ADN de la clase dominante.

Hoy la sociedad enfrenta serios desafíos, como la violencia, el descarrío de la República y la evidente concentración de autoridad. La tesis está más viva que nunca: los movimientos únicos que se niegan a transformarse terminan consumidos por sus excesos. El tricolor pagó el precio con el derrumbe de su hegemonía. Los actuales, olvidan la lección y al hacerlo se condenan a repetirla, lo que cambia son los colores y los nombres, ahora es guinda y personajes como Andy, Bobby, Adán y, por qué no, Andrés Manuel, son sinónimos de destemplanzas.

Abogado. @VRinconSalas

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