La presidenta Claudia Sheinbaum inició su mandato con dos escándalos de corrupción que tocan los fundamentos del Estado mexicano y pone el dedo en la llaga de la seguridad nacional. El primero se refiere a la vinculación del crimen organizado con actores políticos de primer nivel; el segundo, el “huachicol fiscal”, que ha impactado los distintos órdenes de gobierno y trastoca las entrañas de la Secretaría de Marina, poniendo en duda el modelo establecido en el sexenio anterior de control de aduanas y puertos por parte de las fuerzas armadas. De un plumazo, se cuestiona la incorruptibilidad del régimen y su proyecto político.
El escándalo de huachicol fiscal que ha sacudido al país no es únicamente un caso de corrupción de magnitud histórica, superando con creces a otros como Segalmex o la Estafa Maestra, pues el propio secretario de Hacienda ha reconocido que este fenómeno ha rebasado los 100 mil millones de pesos durante los últimos años. Incluso, se ubica muy por encima de las ganancias acumuladas por el “huachicol común” obtenido mediante tomas clandestinas en los ductos de Pemex desde 1990.
Mientras el “huachicoleo común” suele implicar el robo de hidrocarburos dentro del país y solo financia operaciones criminales en territorio nacional, el llamado “huachicol fiscal” tiene un enfoque más complejo y sofisticado: impacta los mercados internacionales, bursatiliza ganancias y crea redes multinacionales de lavado de dinero y complicidades criminales. Esta modalidad opera mediante el uso indebido de fracciones arancelarias en México, un mecanismo técnico que define cómo se clasifican los productos al momento de su importación.
Por ejemplo, los grupos responsables introducen a México grandes cantidades de gasolina y diésel, pero los registran como productos exentos del Impuesto Especial sobre Producción y Servicios (IEPS). En lugar de declarar hidrocarburos, los etiquetan como lubricantes, alcoholes o aditivos. El combustible se compra en Estados Unidos, se importa a México y se vende a diversas empresas que lo distribuyen a través de comercializadoras y transportistas, ofertándolo a un precio inferior al del mercado nacional. Los tentáculos envuelven todo a su paso.
Esta modalidad de defraudación fiscal se sostiene en una red compleja de complicidades que atraviesa instituciones, empresas y actores políticos, involucrando directamente a altos mandos de la Secretaría de Marina (Semar) y de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), a servidores públicos de todos los niveles en las aduanas y en Petróleos Mexicanos (Pemex), a empresarios y, de forma fundamental, a autoridades de los tres órdenes de gobierno.
Este fenómeno, que implica una sofisticada ingeniería financiera para evadir impuestos en la importación de hidrocarburos, evidencia no solo la complicidad entre funcionarios públicos y delincuencia organizada, sino también el riesgo implícito que enfrenta el país por la profundización del protagonismo castrense en funciones públicas instruido por López Obrador. Desde la sociedad civil se reclamó de manera constante que no se otorgara el poder desmedido que hoy tienen, bajo la justificación del anterior gobierno de que ellos no se corrompían. Por tal motivo, urge establecer contrapesos civiles y mecanismos de rendición de cuentas más robustos en las instituciones involucradas. El Sistema Nacional Anticorrupción debería ser uno de ellos; sin embargo, la falta de atención y fortaleza de este entramado institucional deja a la ciudadanía desprotegida.
En estricto sentido, toda forma de huachicol, ya sea fiscal o mediante tomas a ductos, es producto del endeble sistema de rendición de cuentas, control interno y fiscalización que padece el Estado mexicano desde el siglo pasado, donde se han privilegiado las complicidades y la impunidad por encima de la sujeción al Estado de derecho. El problema adquiere mayor complejidad cuando se ven comprometidas las fuerzas armadas: no solo se incrementa el riesgo de corrupción, también se comprometen la seguridad nacional e incluso la seguridad interior. Estos temas se han señalado hasta el cansancio en los últimos meses, sobre todo por nuestro vecino del norte, que ha llegado a argumentar que México es un “narcoestado”.
En ese contexto, Estados Unidos y varias organizaciones internacionales han catalogado a la corrupción como una amenaza a la seguridad de las naciones. Desde esta perspectiva se ha modificado la forma de atender la problemática, pues tiene una relevancia supranacional y no únicamente doméstica. En este mismo espacio, hace unas semanas, planteamos la necesidad de estudiar y emprender acciones anticrimen y anticorrupción de manera conjunta; de otro modo, no se obtendrán resultados tangibles.
Desde los últimos años de la administración Biden y, de forma particular, durante el gobierno de Trump, las agencias de inteligencia conciben que la corrupción en países con los que Estados Unidos mantiene estrecha relación comercial debe ser atendida como una amenaza a su seguridad nacional. Máxime si estos casos implican delitos fiscales, blanqueo de capitales y contrabando de hidrocarburos, medios ampliamente utilizados para financiar al crimen organizado transnacional.
Esta clasificación sitúa a la corrupción en el máximo nivel de interés de las agendas de seguridad nacional y conlleva múltiples consecuencias políticas y jurídicas. Implica una revisión cuidadosa de la política de Estado en materia anticorrupción; reformas legales en diferentes materias con un enfoque más inquisitivo que preventivo; cambios en prácticas gubernamentales; y la creación de nuevos organismos con competencias más amplias y flexibles. Asimismo, ello debería ir acompañado de incrementos presupuestales para los órganos responsables de combatir la corrupción y del uso de servicios de inteligencia y de sistematización de información.
En los próximos días, y como política de gran aliento, resultará fundamental la respuesta del Estado mexicano: si las instituciones son incapaces de procesar el cúmulo de delitos que afectan al fisco, aumentará la percepción de riesgo país y será inviable propiciar un clima favorable para la colocación de capitales.
Si la presidenta Sheinbaum no resuelve el asunto del huachicol fiscal, se pone en riesgo la viabilidad del T-MEC y se incrementa la probabilidad de una postura más agresiva de Estados Unidos en la relación bilateral con nuestro país.
Finalmente, el impacto en los ingresos del Estado mexicano, y su ulterior desvío hacia otros propósitos, afecta la viabilidad del desarrollo de millones de personas, especialmente de quienes se encuentran en situación de pobreza. Como todo acto de corrupción, el huachicol fiscal compromete el futuro de México y el ejercicio de derechos de todas y todos. Una vez más, las víctimas son las mexicanas y los mexicanos.
Ciudadana, presidenta del Sistema Nacional Anticorrupción y profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México.