Los primeros cien días fueron para romper, los siguientes serán para negociar. Ese fue el tono de Scott Bessent, secretario del Tesoro estadounidense la semana pasada. Esa era la estrategia. Primero el caos, después los acuerdos.

Los aranceles que había impuesto Estados Unidos a los productos que importa de China llegaban ya a 145%. En respuesta, China había aumentado los aranceles a los productos estadounidenses a 125% anunciando, además, la próxima imposición de medidas no arancelarias.

Las presiones productivas, inflacionarias y sobre todo sobre las dinámicas de consumo de los estadounidenses pudieron más. Al menos, por el momento. Solo a unos días de que Trump señalara que no daría marcha atrás y que Bessent expresara públicamente que el mayor perdedor sería China, ayer se anunció una enorme disminución en los aranceles y una tregua de 90 días para frenar el escalamiento de la tensión comercial en lo que se llevan a cabo conversaciones más puntuales.

Estados Unidos redujo los aranceles a los productos chinos a 30% y China a 10% para los bienes estadounidenses. La pausa llega después de que los efectos económicos del casi-bloqueo se empezaran a sentir: empresas estadounidenses cancelando pedidos, cadenas de suministro detenidas y en búsqueda de proveedores alternativos, cargamentos en el océano esperando claridad en las políticas y la amenaza de una respuesta incremental por parte de China.

Estados Unidos ha expresado en más de una ocasión el deseo de recuperar su poderío industrial. Los aranceles eran parte de esa estrategia, pero —solo por el momento— Trump parece entender que recobrar la gloria productiva global requiere un cambio mucho más profundo que gravar el comercio.

¿Regresarán los empleos perdidos a Estados Unidos? ¿Dificultar el comercio con el resto del mundo devolverá a ese país la gloria industrial que está buscando? ¿Frenar el comercio con China en particular permitirá que Estados Unidos produzca lo necesario para satisfacer la demanda de los mayores consumidores del mundo?

Los empleos de hace 20 años no son los mismos a los de la actualidad. Tampoco los salarios que se pagan en Estados Unidos frente a los que se pagan en China. La organización económica de ambos países ha permitido el avance del segundo en algunas áreas —innovación y desarrollo tecnológico— pero el impulso que se requiere para poder competir no llegará cerrándose al mundo. Sí hay, sin embargo, una enorme fragmentación en las cadenas productivas evidenciada en 2020 y que dado el contexto político valdría la pena corregir.

Toda disrupción tiene costos y los hacedores de política deben ponderarlos en relación con los beneficios. Trump rompe y luego negocia. Primero la imposición de aranceles de tres dígitos para luego reconsiderarlos. Pero ¿qué ganó Estados Unidos con esta disrupción? ¿Los beneficios superaron a los costos? La pausa es una buena señal, pero no deja de ser solo eso. La incertidumbre no ha terminado, solo se prolongó. China, en cambio, logró recordarle al mundo su poderío.

A México le urge actuar con rapidez y estrategia para salir beneficiado de esta coyuntura geopolítica. La estrategia de Trump no nos debe sorprender, la conocemos bien. Romper puede ser fácil. Negociar es más complejo. Construir lo necesario para ser un mejor país es lo verdaderamente estratégico y, como sabemos, profundamente más complicado.

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