Quizás el título de esta columna debería de haber sido Depredar al vecino, pero quise apegarme a la práctica económica que lleva justo ese nombre. Las políticas llamadas así, de empobrecimiento del vecino, tratan de enriquecer a una economía, a costa de otra. Empobrecer a la otra economía no es, por decirlo de alguna manera, un daño colateral; es, en este tipo de políticas, un objetivo claro del país que implementa estas medidas.

Adam Smith, al hacer referencia a las prácticas mercantilistas –enfocadas en incrementar la riqueza impulsando las exportaciones y frenando las importaciones– sugirió que ese no debe ser el objetivo de ninguna nación. El comercio no debería de ser un juego de suma cero, sino uno en el que todas las partes involucradas ganaran. La práctica mercantilista iba en contra, según Smith, de la búsqueda de la prosperidad mutua.

Se ha hablado en incontables ocasiones sobre la guerra arancelaria del presidente de Estados Unidos. Su obsesión con el déficit comercial –y con la visión de que gana el que exporta y pierde el que importa– ha puesto de cabeza a las cadenas productivas globales. No pretendo en estas líneas argumentar a favor de sus decisiones comerciales, de ninguna manera, pero sí cambiar momentáneamente el foco de la conversación hacia las prácticas comerciales del otro gran titán en este pleito: China.

En la presentación de los aranceles “recíprocos” (que no son verdaderamente recíprocos, pero esa es otra conversación) del 2 de abril, el presidente Trump mostró unas tablas con el porcentaje de arancel que se le cobra, según él, a los bienes procedentes de Estados Unidos, y los que, en consecuencia, este país cobraría a los demás. La columna en la que señalaba los aranceles cobrados aclaraba en el título que se incluían las barreras comerciales y la manipulación cambiaria.

China no es una economía de mercado, aunque haya adoptado una suerte de medidas en ese sentido. Toda la actividad económica de ese país es controlada y el Estado participa en cualquier decisión. La inversión extranjera está dirigida y existe un rígido control de capitales. El valor del yuan es determinado por el banco central que le permite flotar en un rango de 2% sobre un punto que el propio banco decide diariamente. A su vez, este punto se fija en función del movimiento previo del yuan frente a las divisas de los principales socios comerciales de China. Además, el banco aplica un factor contracíclico cuando así lo decide. No es sorpresa, entonces, que el yuan haya estado subvaluado a lo largo de los años. El propósito ha sido ser una economía barata que le permita exportar a precios bajísimos. China ha exportado baja inflación al mundo. Pero ha exportado tanto más.

Mantener una moneda artificialmente barata, aunada a otras políticas económicas solo posibles en una economía alejada de los mecanismos de mercado y con el poder de otorgar subsidios casi incuantificables, ha permitido a esta potencia inundar al mundo de sus productos. Por ejemplo, el 2025 señala que la capacidad acerera de China representa la mitad de la producción global y mas del doble de la capacidad combinada de la Unión Europea, Estados Unidos, Japón, Brasil, Canadá y México.

Si a esto sumamos las prácticas de ingeniería en reversa que básicamente le permiten copiar la manufactura y producción de casi cualquier bien en tiempos récord la posibilidad de competir contra esa potencia disminuye considerablemente.

Pero entonces surgen otras preguntas: ¿quiere China competir o más bien pretende destruir la capacidad productiva de los demás? ¿quiere participar en la economía global o tal vez depredar a todos sus competidores? ¿puede el resto del mundo hacer algo frente a ello o solo habrá que rendirse frente al dragón?

@ValeriaMoy

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