Por: Ángeles Hernández

Programa de Asuntos Migratorios, IBERO CDMX

El próximo 20 de enero Donald Trump volverá a la Casa Blanca. Las conversaciones informales, las mesas de análisis político, los titulares de prensa resaltan lo que vimos durante la campaña que lo llevó a ganar las elecciones de noviembre pasado: su discurso violento, xenófobo, racista y antiderechos viene recargado.

De cara a esa realidad, y dado que México se ha consolidado como país de origen, tránsito, destino y retorno, las decisiones de nuestro gobierno en materia migratoria son de especial importancia para la vida de miles y miles de personas y familias migrantes provenientes de Centro y Sudamérica, así como de países de Asia y África.

Durante su primer mandato, Trump logró presionar a México para que diversificara y aumentara sus esfuerzos para contener la migración; ahora, antes de juramentar por segunda vez, ha hecho nuevas amenazas. Ante ello, la respuesta de la presidenta Claudia Sheinbaum pretendió ser fuerte en lo discursivo, pues aseguró públicamente que México es un país soberano, que no admitirá injerencismos y que la postura nacional no es el cierre de fronteras.

Es verdad, México no ha cerrado sus fronteras. En cambio, ha debilitado el sistema de asilo, ha hecho uso ilegítimo de la fuerza para contener a las caravanas migrantes, ha desplegado a fuerzas militares en los cruces fronterizos y rutas migratorias, y ha mantenido en la impunidad a funcionarios públicos que, de manera sistemática, han cometido violaciones de derechos humanos. Nuestro país ha sido, de facto, un muro vertical que impide a las personas migrantes llegar a Estados Unidos a ejercer su derecho fundamental a la protección internacional. México ha sido, también de facto -aunque reiteradamente se niegue-, un tercer país seguro, aun cuando no cuente con las condiciones ni la infraestructura que permitan garantizar refugio y estancia segura a las personas migrantes.

Es por ello que, ante el riesgo de que la construcción discursiva antimigrante de Trump se materialice, las medidas del Estado mexicano ni nos tranquilizan, ni nos alcanzan.

No obstante, la hospitalidad, la empatía y la esperanza se siembran y se cosechan en otros sitios: en los colectivos, albergues y organizaciones de derechos humanos, en las personas solidarias, las iglesias y las redes comunitarias tanto en Estados Unidos como en México y Centroamérica. Su mera existencia es -y ha sido durante mucho tiempo- fundamental para el bienestar y la seguridad de millones de personas en movilidad.

Pareciera que, con el inminente regreso de Trump, las alarmas se encienden y las estrategias se activan. La realidad es que las alarmas nunca se apagaron y las estrategias de acción se han mantenido, ampliado y diversificado, simplemente porque la maquinaria estatal y criminal que pone en riesgo a las vidas migrantes nunca ha dado tregua.

Las interrogantes y los retos son muchos, a veces se antojan insalvables, a veces no encontramos respuestas. Sin embargo, quienes trabajamos por, con y para la población migrante, por su derecho a migrar, a no migrar y a retornar, y por el pleno ejercicio de sus derechos a lo largo de la ruta, seguiremos insistiendo en que la respuesta está en las redes de solidaridad locales, nacionales y transnacionales, esas que se organizan para brindar agua y alimentos, refugio, para curar heridas y enfermedades, para promover y defender derechos, para exigir justicia, para caminar a lado de las personas migrantes y, esencialmente, para seguirle apostando a un futuro digno para todas y todos.

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