Por Laura Pedraza Pinto
Cada 25 de noviembre se vuelve a hablar de violencia contra las mujeres, se hace desde informes, campañas, discursos institucionales y desde la indignación que se reactiva año con año. Se repite la idea de que es un problema urgente y que hay que ponerlo en el centro. Aunque algo no cambia en ese ritual anual. No se cuestionan a profundidad las prácticas culturales que moldean la forma en que se interpreta la violencia y sobre todo, la forma en que se emiten juicios hacia las víctimas.
En Latinoamérica las cifras son conocidas y las historias también. Sin embargo, la conversación pública sigue atrapada en una lógica que pretende evaluar si una mujer hizo lo necesario o no para ser considerada una “víctima legítima”. Hay una expectativa social que dicta cómo debe comportarse una mujer antes, durante y después de vivir violencia. Esa expectativa funciona como un filtro moral y emocional que determina si las personas le darán crédito o si la pondrán bajo sospecha.
Este filtro se activa con sorprendente rapidez. Antes de preguntarse por las acciones de un agresor, muchas personas dirigen la mirada hacia la mujer y comienzan a revisar su conducta. La ropa que llevaba puesta, las horas a las que salió, si bebió, si confió en alguien, si intentó defenderse. Cada movimiento se analiza como si la violencia fuera una consecuencia directa de sus decisiones. La lógica es tan absurda como persistente. No se pregunta qué permitió que un hombre ejerciera violencia o qué le hizo pensar que podía quitarle la vida a una mujer. Se pregunta qué hizo la mujer para "exponerse".
La pregunta que surge es ¿por qué persiste este impulso de trasladar la culpa hacia la persona que está sufriendo violencia? Es una estructura cultural que funciona para mantener a las mujeres en el terreno de la sospecha. La idea de la “mala víctima” sirve para justificar la violencia sin nombrarla como tal y para responsabilizar a quien la experimenta. La violencia se vuelve explicable. La víctima, evaluable. Y el agresor, irrelevante.
Lo más dañino es la manera en que estas narrativas se filtran en la vida cotidiana. No están sólo en redes sociales ni en los titulares. Se escuchan en las familias, en las amistades, en los trabajos, en las escuelas. Se expresan en frases que suenan familiares. “Para qué se fue con él”. “Ya sabía cómo era”. “Esa hora no es para andar sola”. “Si fuera tan grave, lo hubiera dicho antes”. Cada comentario que pretende explicar la violencia refuerza un mensaje que las mujeres aprendemos desde pequeñas. La responsabilidad es nuestra. La culpa también.
A esta lógica se suma otro elemento relacionado con la debilidad estructural que enfrentan las víctimas frente a las instituciones. Este escenario no se refiere únicamente a la obligación del Estado para garantizar condiciones de seguridad, acceso a la justicia o rutas claras de atención. También abarca la vulnerabilidad en la que se encuentran las mujeres cuando deciden pedir ayuda, porque muchas saben que, aun si denuncian, se encontrarán con procesos lentos, instituciones saturadas o indiferentes y un sistema que rara vez sanciona efectivamente a los agresores. Cuando las instituciones no brindan garantías mínimas, la sociedad toma el vacío y lo llena con juicios morales, especulaciones y prejuicios. La falta de respuesta institucional no sólo incrementa la violencia, también refuerza la idea de que las mujeres están solas frente a lo que viven.
Con este entorno no sorprende que muchas mujeres decidan guardar silencio. No es falta de valentía ni de claridad. Es una evaluación muy real de las consecuencias sociales que enfrentan cuando hablan. Saben que su palabra será examinada, corregida, puesta en duda. Saben que cualquier detalle puede ser usado para desacreditarlas. Saben que la violencia no termina cuando se nombra, a veces apenas comienza.
En este 25N valdría preguntarse si realmente estamos combatiendo la violencia cuando se sigue operando bajo los mismos prejuicios que la sostienen. La prevención no empieza únicamente con campañas ni con discursos, sino con la capacidad colectiva de creer, de acompañar y de dejar de cuestionar desde la moralidad lo que sólo debería indignarnos desde la ética.
Las mujeres no necesitan ser “víctimas perfectas” para merecer justicia o, mínimamente, para ser escuchadas sin ser juzgadas. La violencia no se erradica con un solo día de memoria, aunque este día puede servir para revisar el papel que cada persona desempeña en un sistema que sigue enseñando a las mujeres que su silencio es más seguro que su palabra.
Coordinadora de Vinculación e Incidencia
Centro de Estudios Críticos de Género y Feminismos (CECRIGE)

