La reciente llegada del buque de guerra destructor USS Spruance al Pacífico mexicano, tras el despliegue del USS Gravely en el Golfo de México, marca un giro hacia la militarización de la frontera marítima. Estos navíos, diseñados para operaciones antisubmarinas y dotados de helicópteros, misiles Harpoon y Tomahawk, hoy cumplen también la tarea de interdicción de personas migrantes. Con ello, la estrategia de la Casa Blanca se cierra cada vez más en torno a la disuasión y el control rígido de los flujos migratorios, sin atender las causas que empujan a miles de personas a dejar sus países de origen.
A la par, ha habido deportaciones exprés justificadas por los Estados Unidos en su Ley de Enemigos Extranjeros de 1798. Bajo este marco, 137 venezolanos fueron enviados a El Salvador con el argumento de que pertenecían a la banda Tren de Aragua. El gobierno venezolano sostiene que no existe evidencia firme de vínculos delictivos, y señala que, en los vuelos de repatriación anteriores, solo 16 personas tenían antecedentes con la justicia, sin que ninguna perteneciera a esa organización criminal. Así, queda al descubierto una práctica de deportación basada en procedimientos acelerados y poco transparentes, que pueden derivar en graves violaciones a los derechos humanos.
Otro ángulo de esta problemática lo representa la suspensión del financiamiento para la asistencia legal de niñas, niños y adolescentes migrantes. Los más recientes reportes periodísticos detallan que, a las organizaciones que recibían más de 200 millones de dólares en subvenciones federales, se les rescindió parcialmente el contrato, manteniendo solamente pláticas informativas para conocer sus derechos. Esto afecta directamente a 26 mil menores que se quedarán sin representación jurídica efectiva, abriendo la puerta a procesos desiguales en tribunales migratorios. La portavoz del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), Tricia McLaughlin, sostiene que se trata de una “optimización de recursos”, pero el argumento cuestiona la supuesta prioridad que Estados Unidos otorga a la protección de la niñez.
Mientras tanto, en barrios como Corona, en Queens (Nueva York), el miedo colectivo ha provocado en los últimos días una drástica caída del consumo: muchos comercios reportan pérdidas de entre 40% y 60% desde que se endurecieron las medidas migratorias a principios de año. Esta contracción económica no solo golpea a familias migrantes; afecta a toda la comunidad que depende de esos ingresos. Además, la situación prolonga un estado de tensión constante, donde las deportaciones masivas se viven como una amenaza inminente.
Por el lado mexicano, el Instituto Nacional de Migración (INM) ha contratado al menos 200 autobuses, para trasladar a migrantes mexicanos y extranjeros. Se contemplan rutas nacionales de hasta mil 250 kilómetros, así como trayectos internacionales a países centroamericanos. Aunque es entendible la necesidad operativa, varios especialistas señalan que estos acuerdos se dan bajo la presión de la Casa Blanca, que insiste en reducir la movilidad indocumentada hacia su territorio. Queda la pregunta ¿hasta qué punto estas iniciativas preservan la dignidad de las personas en situación irregular? y si efectivamente se traducen en una respuesta estructural o solo en mayores contenciones.
Lo cierto es que, con la primera administración de Trump y la continuidad de políticas restrictivas después, el número de migrantes se ha incrementado. Se estima que, durante la gestión de Joe Biden, ocho millones de personas intentaron ingresar a Estados Unidos, casi 45% procedentes de México. Esta alta demanda de mano de obra tanto calificada como no calificada en al menos ocho estados —donde predominan gobiernos republicanos— se enfrenta a disposiciones cada vez más punitivas. El contraste entre la necesidad económica y la narrativa oficial de “cierre de fronteras” genera una paradoja: la migración es funcional para sectores productivos estadounidenses, pero se le criminaliza y militariza al mismo tiempo.
Para quienes compartimos la visión de país que propone la presidenta Claudia Sheinbaum, es evidente que la única salida real pasa por políticas de desarrollo y cooperación regional. El éxodo masivo no se detiene con buques de guerra ni con la anulación de derechos procesales; se ataca al fortalecer las economías locales y al garantizar condiciones de vida dignas que eviten la salida forzada de la gente. Si bien es cierto que México debe mantener una relación diplomática adecuada con Estados Unidos, también es indispensable insistir en el respeto a la soberanía y en la defensa de los derechos humanos de toda persona en tránsito.
La última reforma migratoria aprobada en Estados Unidos se remonta a casi cuatro décadas atrás. Hoy, más que nunca, resulta urgente un replanteamiento integral y humanista: uno que incluya mecanismos de protección a las familias, apoyo jurídico a la niñez, canales de migración legal y un enfoque solidario que reconozca la aportación de quienes llegan en busca de oportunidades. En ese sentido, el gobierno mexicano puede asumir un papel más firme y propositivo, articulando esfuerzos con otros países de la región para encarar las causas de raíz que impulsan estos flujos. Sin una mirada de corresponsabilidad y solidaridad, seguiremos atrapados en una dinámica de acciones punitivas, agravando la incertidumbre de miles de personas que solo anhelan una vida mejor.
Académico y especialista en políticas públicas en materia de procuración de justicia y paz