¿Qué es la verdad? Preguntó Poncio Pilato al acusado frente a él. No esperó respuesta. Lavó sus manos como quien renuncia a su deber moral y dejó que los asistentes al juicio tomaran la decisión final. Un juicio sin defensor, sin garantías ni imparcialidad que marcó para siempre la historia de la religión católica, sembrando un mensaje muy valioso en estos días de reflexión: cuando los procesos judiciales se subordinan al miedo, a la presión o a la conveniencia, el derecho se convierte en herramienta de poder y no de justicia.
Dar un tratamiento a los juicios solo como procedimientos técnicos es un error, ya que como nos lo ha demostrado la historia, son escenarios en donde lo que está en disputa es la legitimidad. En ellos se juzgan también las formas de ejercer el poder, los valores de una época y sobre todo el sentido profundo de lo legal frente a lo legítimo. El juicio a Jesús de Nazaret, el de Sócrates en Atenas, el de Juana de Arco en la Francia medieval, son ejemplos fundacionales de cómo la justicia puede traicionarse cuando se actúa sin defensa, sin equidad y sin humanidad.
En el siglo XX, los juicios de Núremberg marcaron un parteaguas en la historia del derecho internacional. Por primera vez, se sometió a proceso a líderes de un Estado por crímenes contra la humanidad. Fue una forma de reconocer que ni siquiera el poder de un Estado soberano puede ser excusa para la barbarie. Los acusados contaron con defensa técnica, y el mundo observó cómo el Derecho podía elevarse por encima de la venganza. No fue un juicio perfecto, pero sí marcaron un antes y un después para los derechos humanos y la justicia internacional.
En México, también hemos tenido juicios que marcaron nuestra historia reciente. El proceso penal abierto contra el expresidente Luis Echeverría, por la matanza de Tlatelolco, abrió un precedente para el juicio a exmandatarios. El caso de Genaro García Luna, acusado de vínculos con el crimen organizado, o el proceso contra Javier Duarte, exgobernador de Veracruz, por corrupción, han evidenciado cómo los juicios se convierten en espacios de disputa entre verdad, legalidad y poder. En todos ellos, más allá del resultado, ha estado en juego la legitimidad del sistema judicial.
Hoy, México se encuentra al borde de un cambio profundo. Por primera vez en nuestra historia, se plantea la posibilidad de elegir a jueces y magistrados mediante voto popular. La propuesta, que forma parte de la anunciada reforma al Poder Judicial, ha abierto un debate: ¿cómo lograr una justicia más cercana al pueblo sin sacrificar su imparcialidad? ¿Cómo garantizar que los juzgadores no actúen por consigna, pero tampoco en aislamiento? ¿Puede el voto corregir la falta de legitimidad de un sistema que por décadas ha sido percibido como distante, elitista y a veces corrupto?
La elección de jueces puede ser una oportunidad histórica si va acompañada de un diseño institucional sólido: con criterios claros para la postulación, mecanismos de evaluación técnica, y procesos que impidan que el financiamiento o la popularidad sustituyan la preparación y la ética. Pero también puede ser un error irreversible si se convierte en una competencia de slogans, si los juzgadores se ven obligados a actuar según la presión de la opinión pública o el cálculo electoral.
En cualquier modelo, lo esencial no cambia: no hay justicia sin defensa, sin jueces independientes, sin sistemas que protejan el derecho al debido proceso. Juzgar es un acto de poder, pero también de responsabilidad institucional y de conciencia histórica.
Esperaríamos que, en esta elección judicial, durante las campañas se genere una socialización del derecho, que las y los magistrados se encarguen de hacer el mundo de la justicia más entendible y accesible para la población. Lo que corresponde a la ciudadanía es informarse y analizar los perfiles para poder emitir un voto consciente. Seguramente habrá reformas más adelante, pero por ahora no podemos quedarnos fuera de un momento histórico y tan importante para la vida pública de éste país.
Pilato se lavó las manos y con ello dejó una lección para la historia del derecho: Ningún juzgador debe volver a hacerlo. Ni quienes legislan, ni quienes defienden, ni quienes acusan. En este momento de transformación, nos corresponde decidir qué tipo de justicia queremos construir. Y la historia nos advierte: los grandes errores de la humanidad no comenzaron con golpes de Estado, sino con juicios mal hechos, sin defensa, sin garantías y sin acceso a la verdad. Juzgar bien es solo aplicar la ley, es impedir que volvamos a lavarnos las manos frente a la injusticia.
Académico y especialista en políticas públicas en materia de procuración de justicia y paz