De Juárez a Uruapan nos separan quince años. Quince años y una falsa creencia: que ambas intervenciones llegaron a un territorio herido, para reconstruirlo a través de una malla de programas sociales, compromisos y recursos extraordinarios. Sin embargo, detrás de éstas y muchas otras aparentes similitudes se asoman dos visiones diametralmente distintas de entender al país y sus profundas problemáticas.

En Juárez, ahora lo vemos y sabemos, siempre existió de fondo una lógica neoliberal que veía a esta ciudad menos como una comunidad herida y más como un riesgo que amenazaba la estabilidad de los mercados, la inversión y la gobernabilidad, apoyada además en la figura de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública, colaborador por dos décadas del Cártel de Sinaloa y actual convicto en EU con una sentencia de más de 38 años en una prisión de máxima seguridad.

El programa nació en 2010 como una aparente respuesta a la elevada tasa de violencia homicida, desatada justamente por una muy equivocada estrategia de guerra frontal contra el crimen. Se estructuraron alrededor de 160 acciones con un presupuesto de apenas 3,383 millones de pesos, de los cuales buena parte se utilizó para tecnología de vigilancia, plataformas de comunicación e infraestructura carcelaria, contratos a empresas del círculo cercano a García Luna, quien nunca dejó de recibir y ocultar sobornos millonarios provenientes del Cártel de Sinaloa y de los Beltrán Leyva, para otorgarles protección y acceso a información de alta seguridad. Además, sobra decir que las estructuras de gobierno, justicia y seguridad pública se mantuvieron intactas.

La Cuarta Transformación nace precisamente como reacción a ese modelo. Desde 2018 se ha insistido en que la violencia no puede tratarse como un problema estrictamente policial, ni la seguridad como un nicho de negocio, tampoco hacer la política social como dádiva condicionada. La promesa de esta transformación ha sido colocar en el centro la lucha contra la corrupción, el combate a la desigualdad y el reconocimiento de la dignidad de las víctimas, asumiendo que no hay paz posible sin justicia; y esa debe ser la lente desde la cual debe leerse hoy el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia.

A diferencia de Juárez, el Plan Michoacán comienza por reconocer la voz de comunidades, pueblos originarios, autoridades municipales, sectores productivos, víctimas, mujeres y jóvenes, porque no pueden imponerse estas intervenciones sin otorgarles legitimidad de los principales afectados.

Además, éste cuenta con uno de los mayores despliegues federales de las últimas décadas. Pone su enfoque en el bienestar como un derecho garantizado, a través de beneficios a más de un millón de personas, con una inversión superior a 30 mil millones de pesos en pensiones, apoyos a mujeres, personas con discapacidad, niñas, niños y apoyos al campo. Ampliación de la educación media y superior, becas a casi 900 mil estudiantes, instalación de nuevas unidades de salud y hospitales, inversión en agua y saneamiento, y construcción de caminos y carreteras que conecten regiones históricamente marginadas.

Hay que reconocer dos hechos muy importantes: 1) el enfoque en la simulación calderonista fue sólo en una ciudad, dejando fuera al resto del estado y con ello intactas otras zonas que nunca recibieron apoyos adecuados, como son Parral o Guadalupe y Calvo, ciudades igualmente azotadas por el crimen organizado al mismo tiempo que Juárez. En este caso el Plan Michoacán nace de reconocer el fenómeno conocido como desplazamiento del delito y por ello se plantea un alcance estatal, logrando a su vez que los beneficios se difundan por todo el estado; y 2) la llamada Operación Limpieza, que hace referencia a la remoción total del personal de la Fiscalía Regional de Uruapan es un hecho contundente con un mensaje inequívoco: las causas profundas del crimen y la violencia no sólo provienen de afuera, sino también de estructuras capturadas desde dentro, algo que nunca se reconoció con honestidad en tiempos de García Luna.

Confrontar la estrategia calderonista con el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia es, en el fondo, contrastar dos proyectos de país. De un lado, el que declaró una guerra sin sentido, provocó daños irreparables a miles de víctimas inocentes y permitió que la cúpula encargada de la seguridad negociara en privado con el crimen organizado para recibir dádivas y favores vergonzosos; y del otro, un proyecto legítimo que rechaza la confrontación directa y actúa para proteger la paz como un derecho social, desde el arraigo comunitario; asegurando en todo momento una ética renovada, muy lejana a los tiempos de la corrupción y del uso faccioso del dolor ajeno.

Académico y especialista en políticas públicas en materia de administración de justicia y paz

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