La reciente incautación de un superpetrolero venezolano por parte de Estados Unidos no es un episodio aislado ni un simple acto administrativo amparado en sanciones. Es, en realidad, un punto de inflexión que obliga a preguntarnos hasta dónde puede llegar una potencia cuando decide imponer su voluntad por encima del derecho internacional. Lo ocurrido frente a las costas de Venezuela reabre un debate incómodo: ¿estamos ante una política de presión legítima o frente a una apropiación ilícita de recursos soberanos?
Desde la perspectiva venezolana, y de buena parte del derecho internacional público, la captura del petrolero y el traslado forzado de su carga a territorio estadounidense constituye una violación grave de principios fundamentales. El petróleo no es una mercancía cualquiera: es un recurso estratégico cuya propiedad está protegida por el principio de soberanía permanente sobre los recursos naturales, reconocido por la Asamblea General de la ONU desde 1962. Ese principio no desaparece porque un país esté sancionado ni porque otro decida aplicar su legislación interna fuera de sus fronteras.
Estados Unidos sostiene que actúa en cumplimiento de su régimen de sanciones. El problema es que las sanciones unilaterales no crean jurisdicción internacional. Ningún Estado puede extender su derecho interno al mar abierto ni a territorios ajenos sin mandato multilateral. Incautar un buque fuera de las aguas estadounidenses, sin autorización del Estado de bandera y sin resolución del Consejo de Seguridad, no es un acto administrativo: es una extralimitación de poder.
A esto se suma un elemento aún más delicado: la acción se ejecuta en un contexto de presión económica sistemática. Las sanciones impuestas por Washington no solo buscan aislar al gobierno de Caracas; en la práctica, afectan directamente a la población venezolana, limitando la capacidad del Estado para importar alimentos, medicinas y bienes esenciales. Cuando un país cuya economía depende casi exclusivamente del petróleo ve confiscados sus cargamentos, el impacto no es abstracto ni simbólico: es social, humano y profundo.
La incautación del petrolero ocurre, además, en paralelo a una creciente movilización militar estadounidense en el Caribe. Vuelos de combate, patrullajes aéreos y presencia naval cerca del espacio venezolano no pueden interpretarse como gestos neutros. Son señales de intimidación estratégica. No hay cooperación, no hay diálogo; hay demostración de fuerza. En términos jurídicos y políticos, esta combinación de sanciones económicas y presión militar se acerca peligrosamente a una forma de coerción prohibida por la Carta de las Naciones Unidas.
El mensaje es claro: Estados Unidos se arroga el derecho de castigar, confiscar y presionar sin mediación internacional. Y ese mensaje no pasa desapercibido. La reacción de aliados de Venezuela, así como el respaldo explícito de Rusia, revela que el conflicto trasciende lo bilateral. No se trata solo de Caracas y Washington, sino de un orden internacional cada vez más cuestionado por el uso selectivo de las normas.
Desde el derecho del mar, la situación es aún más problemática. La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar establece límites claros a la jurisdicción estatal.
Fuera de aguas territoriales, ningún país puede detener ni confiscar embarcaciones ajenas salvo en casos muy específicos. Cuando la detención se produce sin causa reconocida y con fines económicos, el acto se aproxima a lo que muchos juristas denominan piratería de Estado: no cometida por particulares, sino por un gobierno que usa su poder naval para apropiarse de bienes ajenos.
Estados Unidos rechaza esta calificación, pero el argumento venezolano no carece de fundamento. La toma de recursos soberanos sin consentimiento, fuera de jurisdicción y sin respaldo multilateral encaja, jurídicamente, en una apropiación ilegítima por la fuerza. Que el actor sea una superpotencia no cambia la naturaleza del acto; solo evidencia la asimetría del sistema internacional.
Las consecuencias de esta política ya se sienten más allá del ámbito petrolero. Las tensiones migratorias, con decisiones unilaterales que afectan a miles de familias venezolanas, refuerzan la percepción de un trato discrecional y poco humanitario. El mensaje implícito es que la presión económica y política puede extenderse sin contrapesos ni rendición de cuentas.
Desde una perspectiva más amplia, lo que está en juego es la credibilidad del derecho internacional. Si un Estado puede incautar recursos de otro basándose únicamente en su legislación interna, ¿qué queda del principio de igualdad soberana? ¿Qué seguridad tienen los países del Sur Global de que sus recursos no serán objeto de medidas similares cuando entren en conflicto con intereses de grandes potencias?
La paradoja es evidente: Washington se presenta como defensor del orden basado en reglas, pero actúa fuera de él cuando le resulta conveniente. Esta incoherencia erosiona su legitimidad y alimenta narrativas de hegemonía e imperialismo que, lejos de ser meramente retóricas, encuentran respaldo en hechos concretos.
Terminar este ciclo de escalada no solo es deseable; es necesario. La presión permanente no ha logrado un cambio político en Venezuela, pero sí ha profundizado el deterioro económico y social. Persistir en la confiscación de recursos y en la militarización del conflicto solo incrementa los riesgos regionales y debilita aún más el sistema multilateral.
El caso del petrolero no es solo un conflicto energético: es un precedente peligroso. Si se normaliza la apropiación unilateral de recursos soberanos, el derecho internacional deja de ser un marco común y se convierte en una herramienta selectiva del poder. Y en ese escenario, nadie, ni siquiera quienes hoy ejercen la fuerza, puede sentirse realmente a salvo.

