El 21 de mayo de 2016, una cuenta de Facebook llamada “Heart of Texas” convocó a una protesta frente a un centro islámico en Houston con el llamado a “detener la islamización de Texas”. Horas después, en la misma esquina y a la misma hora, una segunda cuenta “United Muslims of America” promovía una contramanifestación. Ninguno de los asistentes sabía que ambas convocatorias, tan opuestas como sincronizadas, provenían del mismo lugar: San Petersburgo, Rusia. Era apenas una de cientos de operaciones de desinformación coordinadas por la Agencia de Investigación de Internet (IRA), el brazo digital del Kremlin, cuyo objetivo era claro: sembrar caos, polarización y desconfianza en el corazón mismo de la democracia estadounidense justo durante las elecciones primarias en Estados Unidos, donde Donald Trump se convertiría, por primera vez, en candidato a la presidencia.
A casi una década de aquel episodio, y tras múltiples informes de inteligencia que confirman la injerencia rusa en los procesos electorales de 2016, 2020 y 2024, Estados Unidos ha tomado una decisión incomprensible: cerrar la oficina encargada de rastrear, denunciar y contrarrestar precisamente ese tipo de operaciones. El desmantelamiento de la Oficina contra la Manipulación Informativa y la Interferencia Extranjera, anunciado por el secretario de Estado Marco Rubio el miércoles pasado, bajo el argumento de que se trataba de un “mecanismo de censura”, representa un retroceso estratégico en uno de los frentes más complejos del siglo XXI: la guerra informativa.
Y la evidencia sobra. Se estima que Rusia gasta anualmente más de 1,500 millones de dólares en campañas de influencia y desinformación, mientras que China destina más de 7,000 millones de dólares. En Europa, se le atribuyen a Rusia hasta el 80% de las operaciones de manipulación digital detectadas. Para Moscú es una política de Estado respaldada por recursos, estructura y objetivos geopolíticos concretos. No es casualidad que los principales beneficiarios de la desinformación rusa en el viejo continente hayan sido políticos radicales, euroescépticos.
En Estados Unidos, los casos probados de operaciones rusas no son materia de especulación. En 2016, las agencias de inteligencia concluyeron que el Kremlin intervino de manera sistemática para sabotear la campaña de Hillary Clinton y favorecer a Donald Trump, utilizando desde hackeos y filtraciones hasta una sofisticada red de desinformación en redes sociales. En 2024, la historia se repitió: Rusia desplegó campañas de propaganda, reclutó influencers estadounidenses y hasta recurrió a amenazas de bomba para sembrar miedo y desconfianza en el proceso electoral, todo con el objetivo de favorecer nuevamente a Trump y a candidatos dispuestos a debilitar el apoyo a Ucrania y la OTAN.
En un momento en el que Europa incrementa su gasto militar a niveles históricos (más de 326 mil millones de euros en 2024, un aumento de más del 30% desde 2021) y se prepara para escenarios de conflicto que hace apenas unos años parecían impensables, Estados Unidos ha optado por recorrer el camino opuesto: desmantelar su principal herramienta para combatir la manipulación digital y la desinformación extranjera. El cierre de la oficina parecería una rendición unilateral en la guerra informativa que libra el Kremlin contra las democracias occidentales.
La decisión, sin embargo, cobra sentido si se considera el historial. En 2016, las agencias de inteligencia estadounidenses concluyeron que Rusia intervino directamente para favorecer a Donald Trump. En 2024, intentó hacerlo de nuevo. Hoy, el cierre de esta oficina no parece una coincidencia, parece una concesión.
Quizá ahí radique la verdadera razón detrás de este desarme informativo: dejar la puerta abierta para que la manipulación rusa siga operando sin reparo, moldeando el debate público y, de paso, el destino de la democracia más poderosa del mundo.
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