La actual guerra comercial entre Estados Unidos y China sigue escalando. Sin embargo, en los últimos días ha escalado al grado de tener consecuencias de dimensiones globales. El conflicto ya no responde únicamente a una lógica económica, sino a la psicología política de sus protagonistas: Donald Trump y Xi Jinping, que compiten no solo por aranceles, sino por algo más primitivo: la imposición personal del uno sobre el otro. Cada gesto, cada tuit, cada represalia arancelaria es parte de un duelo simbólico donde la derrota no es una opción, porque ambos entienden el poder como una reafirmación pública de su poder.
Ambos parecieran más interesados en ganar el duelo narrativo que en evitar los daños colaterales. El problema es que cuando los egos gobiernan, la política deja de ser racional. Trump, fiel a su estilo, ha optado por el proteccionismo como bandera, el cual ha derivado en aislacionismo, debilitando vínculos históricos con aliados clave y abriendo con ello una vía para que Pekín expanda su influencia.
China, arquetipo de un modelo autoritario en expansión, lejos de reaccionar con estridencia, ha respondido con cálculo. Mientras Trump rompe puentes, Xi los construye. Prueba de ello son las recientes interacciones públicas de diplomáticos chinos con líderes de la Unión Europea, sus mensajes subrayando la importancia estratégica de América Latina y y sus críticas al daño que los aranceles de Trump provocan en el Sur Global. Hoy es China quien defiende el multilateralismo, la institucionalidad y el libre comercio. En este nuevo orden en disputa, China está ávida por mostrar que está lista para ocupar el lugar que Estados Unidos ahora desprecia.
Frente a esto, la pregunta inevitable es cómo responderá Trump cuando la presión económica y diplomática pese más que su retórica. En contextos de tensión, los líderes populistas no rectifican: se atrincheran. Para Trump, admitir errores implicaría desmontar la narrativa que lo sostiene. Por eso, ante la posibilidad de que su guerra comercial se vuelva insostenible, tiene solo dos opciones, ambas moldeadas por el cálculo narrativo. La primera: mentir. Ya lo hizo tras anunciar aranceles del 50 % a productos chinos, asegurando que Pekín quería hacer un trato y que estaban “llamando para negociar” algo que fue desmentido de facto cuando China respondió con nuevas medidas. En su afán de proyectar fortaleza, Trump incluso ridiculizó a quienes, según él, han buscado un acuerdo: “Estos países nos están llamando, besándome el trasero.”
La segunda opción es desescalar en silencio. Reducir los aranceles de forma progresiva y discreta, sin concesiones públicas. Ya ha ensayado este camino antes, con pausas tácticas como la tregua de 90 días, anunciada ayer, y una reducción general del 10 % a los países que, según él, “lo han llamado para negociar.” Es una forma de contener el impacto económico sin reconocer que su planteamiento inicial fue fallido.
Pero ninguna de estas salidas resuelve el problema de fondo: cuanto más ideologizado está un líder populista y más intensa es la crisis que enfrenta, mayor es su tendencia a radicalizarse. La lógica económica queda relegada, y con ella, cualquier posibilidad de solución racional.
El liderazgo global no se pierde en una decisión: se erosiona en gestos reiterados de soberbia. Mientras Trump alimenta su ego con cada tuit, Xi amplía su influencia con cada silencio. Y en ese contraste, se dibuja el nuevo orden en el actual desorden mundial.
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