En política internacional, las palabras importan. Y pocas han sido tan reveladoras —y tan alarmantes— como las que pronunció esta semana el vicepresidente de Estados Unidos, J.D. Vance: si Ucrania y Rusia no alcanzan un acuerdo de paz, “Estados Unidos se retirará del proceso”.

Lo que hace unos meses se insinuaba con cautela, hoy se dice sin pudor: Estados Unidos, bajo el liderazgo de Trump, estaría dispuesto a reconocer formalmente la anexión de Crimea por parte de Rusia. Pero no porque exista una paz real en el horizonte. Esa supuesta “paz inminente” no ha existido más que en la imaginación de Trump. Por meses, Rusia no solo se ha negado a aceptar una paz sin condiciones, sino que ha dejado en ridículo a Washington violando —como suele hacerlo— los acuerdos de cese al fuego, incluso durante Pascua.

El vicepresidente J.D. Vance fue directo: si Ucrania y Rusia no aceptan la propuesta de paz estadounidense, su país “se retirará del proceso”. Y el presidente Trump fue más allá, acusando al presidente de Ucrania, Volodymyr Zelensky, de sabotear la negociación por negarse a ceder Crimea, territorio que, según dijo, “ya se perdió hace años” y “no está ni siquiera en discusión”.

Lo que esto significa es brutal: el país que durante décadas proclamó defender la democracia en el mundo, hoy legitima —aunque sea tácitamente— el despojo territorial por la fuerza. Porque hay que ser claros, Crimea no “se perdió”: fue invadida y anexada ilegalmente por Rusia en 2014. Reconocer la anexión podría convertirse en un símbolo no de resistencia, sino de capitulación. Desde el inicio del actual conflicto, Zelensky ha insistido en que Crimea sigue siendo parte integral del país, y ha reiterado que reconocer su pérdida sería incompatible con la Constitución ucraniana.

Lo que hoy ocurre con Ucrania muestra no solo el abandono de Estados Unidos de los principios y valores democráticos que dijo defender por décadas, sino de su alineamiento con uno de los regímenes más autoritarios de la actualidad. No es simplemente indiferencia. Es complicidad.

Congelar la guerra en las líneas actuales del frente —como ha sugerido Vance— implica aceptar de facto que Rusia conserve lo que tomó por la fuerza. Y al insinuar que la resistencia ucraniana es el verdadero obstáculo para la paz, Washington invierte la lógica moral del conflicto: convierte al invadido en obstáculo, y al invasor en socio de diálogo.

Lo advertí hace meses: “Washington ha dejado de ser un socio confiable; ahora se comporta como un aliado impredecible”. El problema no es solo estratégico. Es ético. Porque lo que se legitima con este giro no es solo la derrota territorial de una democracia, sino la narrativa de que los principios pueden ser sacrificados por conveniencia. Estados Unidos bajo el liderazgo de Trump ya no actúa como garante de un orden internacional basado en reglas, sino como mercenario: dispuesto a legitimar el despojo si eso le rinde beneficios económicos y políticos o le ahorra costos.

Crimea no es un “detalle técnico” ni un “asunto zanjado”. Es el corazón simbólico de esta guerra. Aceptar su anexión es validar la violencia como mecanismo legítimo de expansión territorial. Y eso sería reconocer legitimidad de jure de una toma por la fuerza. El precedente es inquietante. No solo para el orden internacional, sino porque, al normalizar ese tipo de anexiones, se abre la puerta a justificar ambiciones similares en otras latitudes (piénsese en Groenlandia… o en Canadá).

“El respaldo a la democracia no puede ser condicional ni transaccional. Si lo es, deja de ser respaldo y se convierte en cálculo.” Hoy, Estados Unidos no solo calcula. Está dispuesto a rubricar el retroceso. A sellar con su firma una cesión que contradice los principios que dice defender. No puede haber paz construida sobre ruinas ni sobre renuncias ante el invasor. Porque si se normaliza que una democracia sea despojada y silenciada, lo que se rompe no es solo una alianza: es la idea misma de un orden basado en principios.

X: @solange_

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