El 8 de mayo de 1945, Europa despertó con la noticia que millones de vidas habían anhelado durante seis largos años: el régimen nazi había capitulado. Berlín, reducido a escombros, simbolizaba el fin de una guerra que devastó al continente y redefinió el orden mundial. Las imágenes de celebración inundaron las plazas de París, Londres y Nueva York; en Moscú, la Plaza Roja se llenó de banderas rojas ondeando al viento. Era el final de la barbarie, la derrota del fascismo y el renacer de la esperanza en un mundo mejor, construido sobre los principios de libertad, cooperación y respeto a los derechos humanos.
Ochenta años después, esa celebración que debería unirnos como humanidad se siente distante, casi ajena. En 2025, el aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial transcurre en un escenario global marcado por la tensión y la fragmentación. Las alianzas que se forjaron en el calor de la guerra y se consolidaron en la posguerra —Naciones Unidas, la OTAN, la Unión Europea— se encuentran hoy en un estado de vulnerabilidad, atacadas desde dentro por populismos que promueven el repliegue nacionalista y desde fuera por potencias que desafían abiertamente el orden internacional. Como señaló Emmanuel Macron en su discurso en París, "ha reaparecido el espectro de la guerra, han resurgido los imperialismos y los comportamientos totalitarios y se ha ultrajado de nuevo el derecho de las naciones”.
Bajo el segundo mandato de Donald Trump, las tensiones comerciales con sus aliados históricos se han intensificado, los aranceles se han convertido en armas de negociación y los compromisos con la defensa común parecen ahora estar a la venta al mejor postor. Como mercenario, Trump “negocia” la paz en Ucrania a cambio de recursos minerales. Estados Unidos, pilar de esa arquitectura global durante ocho décadas, hoy se aleja de Europa y cuestiona el valor de la OTAN. El eje transatlántico, que alguna vez fue la columna vertebral de la seguridad global, se resquebraja, mientras China y Rusia avanzan en espacios que antes eran dominio de Occidente.
La guerra en Ucrania es un ejemplo contundente de esta nueva realidad: ochenta años después del triunfo sobre el nazismo, Europa vuelve a vivir la brutalidad de una invasión en su territorio. Las imágenes de ciudades devastadas y familias desplazadas remiten inevitablemente a un pasado que creímos superado. La diferencia, quizás, es que esta vez la respuesta no ha sido unificada ni contundente. Las sanciones económicas y los discursos condenatorios no han logrado frenar el avance de Moscú, y la OTAN, debilitada por la falta de compromiso de Washington, se muestra más frágil que nunca.
La paradoja es brutal: ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el mundo no celebra su victoria sobre el totalitarismo; en cambio, se enfrenta a una nueva ola de autoritarismos que desafían los principios que surgieron de aquel conflicto. El retroceso democrático se siente en todos los continentes, y las alianzas forjadas en el calor de aquella guerra parecen hoy negociables, intercambiables por intereses económicos y conveniencias políticas.
Ochenta años después, el mundo contempla cómo los principios que surgieron de las ruinas de Berlín y del sacrificio en Normandía se desvanecen. Aquella mañana del 8 de mayo de 1945, la rendición del nazismo no solo representó el fin de una guerra, sino el comienzo de una promesa compartida: nunca más el totalitarismo, nunca más la barbarie. Hoy, esa promesa parece haberse diluido entre intereses económicos y alianzas transaccionales, mientras los ecos de la guerra vuelven a resonar en el mundo. Recordar el 8 de mayo no es solo un ejercicio de memoria, debería ser un llamado urgente para evitar que los errores del pasado vuelvan a definir nuestro futuro.
X: @solange_