“Todos debemos defender a los mexicanos en el exterior”, declaró la presidenta Claudia Sheinbaum el jueves, en respuesta a los recientes ataques y redadas contra migrantes en Estados Unidos. La frase, más cercana al gesto que a una estrategia, llega en vísperas de un encuentro crucial en el que México no puede darse el lujo de improvisar: La cumbre del G7 en Kananaskis, Canadá.
La próxima reunión del G7 llega en un momento en el que las viejas alianzas se resquebrajan y el antiguo liderazgo estadounidense en el mundo occidental está terminando de hacerse pedazos. El Primer Ministro Canadiense, Mark Carney, recibirá a un Donald Trump que no ha tenido empacho en rivalizar con su vecino del sur. Desde la imposición de aranceles hasta la amenaza velada de convertir al país en el Estado 51 de la Unión Americana. Carney, sabe que el encuentro no será sencillo, pero desde la semana pasada ha ido poniendo sus cartas sobre la mesa.
En un discurso pronunciado el lunes pasado ante integrantes de las fuerzas armadas de su país, expertos en política exterior y líderes empresariales, el premier canadiense advirtió que “la era del dominio de los Estados Unidos en el escenario mundial ha terminado”, Estados Unidos ha comenzado a “monetizar su hegemonía” señaló imponiendo tarifas, condicionando el acceso a su mercado y dejando claro que su papel como garante del orden internacional ya no es gratuito.
Cuando los líderes de las democracias industriales: Reino Unido, Francia, Alemania, Japón e Italia, se sienten este fin de semana en Alberta, lo harán con preguntas urgentes: ¿Cuánto queda del viejo orden liberal liderado por EE.UU.? ¿Y cuánto deberán transformar sus políticas exteriores y de defensa para sobrevivir en el nuevo?
Este año, la cumbre del G7 cobra una relevancia particular en materia de seguridad internacional. Con la guerra en Ucrania aún sin resolución, tensiones militares crecientes en Asia, especialmente en torno a Taiwán, retrocesos democráticos en varios países del sur global, y el avance veloz de tecnologías disruptivas como la inteligencia artificial, los líderes del Grupo se reúnen no solo para deliberar, sino para detener la erosión del orden internacional. La escalada actual en Medio Oriente añade una capa de urgencia a la cumbre.
Para México, la invitación de Carney a participar en la cumbre (una invitación que, sorprendentemente, tardó en ser respondida) representa una oportunidad única para insertarse en las discusiones clave sobre el futuro económico y de seguridad del hemisferio. No porque se trate de un foro decisorio para nuestro país, sino porque refleja un reconocimiento, aunque parcial, de que México, como economía emergente y socio en Norteamérica, debe formar parte del nuevo diálogo global. Rechazarla, o simplemente dejarla pasar enviando a un funcionario “de alto nivel”, habría sido un error estratégico monumental.
Sin embargo, Claudia Sheinbaum llega a la cumbre con una agenda marcada por la relación con Estados Unidos. Sheinbaum ha dicho que la reunión con Trump es “probable”. El lenguaje no es casual. Se deja la puerta abierta a un encuentro cuyo peso político y económico para México es enorme, pero que claramente no se busca con convicción. Esa ambigüedad puede parecer prudente, pero en realidad es peligrosa. Trump no es un interlocutor cualquiera y éste no será un encuentro fácil: No lo permite ni el tono con el que el presidente estadounidense ha tratado a México en estos primeros meses, ni la agenda que su administración ha impulsado desde enero.
En la mesa hay, al menos, cuatro temas urgentes. El primero, los aranceles, especialmente en el sector automotriz, al acero y al aluminio. La medida ha golpeado a exportadores clave, particularmente en los estados del norte. A eso se suma la implementación de un impuesto del 3% a las remesas enviadas por migrantes indocumentados, una política que ya ha comenzado a aplicarse en algunos estados con gobiernos republicanos aliados a la Casa Blanca. En 2024, las remesas sumaron 64,700 millones de dólares. Ese flujo vital para millones de hogares mexicanos y, hay que decirlo, para la economía mexicana, está ahora en riesgo.
El tema migratorio podría ser quizá el tema más sensible de esa conversación. Las redadas masivas hoy son política oficial. Tan solo en marzo, el ICE reportó más de 19,000 detenciones de personas indocumentadas y en abril de 2025, el número de personas bajo custodia de ICE llegó a 49,184, la cifra más alta en cinco años. Los operativos no solo han aumentado en frecuencia, sino en violencia, como han documentado organizaciones de derechos civiles en California y Texas.
Las redadas han detonado una ola de protestas que, en cuestión de días, se han extendido a casi una treintena de ciudades estadounidenses. Lo que comenzó como una reacción espontánea en las calles de Los Ángeles —con enfrentamientos, uso de gases lacrimógenos y toques de queda— se transformó en un movimiento nacional de rechazo a la política migratoria y a la militarización de la respuesta oficial. Desde Nueva York hasta Seattle, miles de personas han salido a manifestarse.
Este clima de movilización social fue el contexto inmediato de la acusación lanzada por Kristi Noem, secretaria de Seguridad Interna, quien responsabilizó públicamente a la presidenta Sheinbaum de incitar a la protesta. La presidenta desmintió cualquier injerencia, pero el episodio ilustra el nivel de crispación política que rodea la relación y la presión adicional que enfrentarán las autoridades mexicanas en la reunión bilateral este lunes. En las horas siguientes, la presidenta también se reunió con Christopher Landau, actual vicecanciller y exembajador en México, en un intento de mantener canales de diálogo con figuras institucionales del trumpismo. Pero este canal, aunque valioso, opera en un ambiente crecientemente adverso.
Y como telón de fondo está el TMEC. Aunque la revisión formal del acuerdo está prevista para 2026, el tratado ya atraviesa un momento crítico. La reimposición de aranceles, las restricciones unilaterales y los reiterados incumplimientos por parte de Estados Unidos han debilitado los pilares del acuerdo y puesto en duda su continuidad. No ha habido una declaración formal, pero las acciones del gobierno de Trump —la imposición de condiciones comerciales distintas para cada socio y el tratamiento diferenciado en disputas clave— sugieren una intención de desarticular la lógica trilateral que sustenta al TMEC. Frente a este escenario, México debería aprovechar su participación en el G7 para insistir en la defensa del bloque regional. Si Ottawa y la Ciudad de México negocian por separado la fortaleza negociadora que representa la alianza norteamericana se desmoronará. Lo que está en juego no es un tecnicismo comercial, sino la estructura económica sobre la que se ha sostenido México durante las últimas tres décadas.
Canadá aparecería como un aliado natural. Sin embargo, las prioridades de Ottawa parecen estar en otro lado. Aunque comparte con México algunas preocupaciones, como el impacto de los aranceles y la incertidumbre sobre el futuro del TMEC, Canadá está más interesado en fortalecer su autonomía estratégica y diversificar sus alianzas fuera del continente, particularmente en Europa y el Indo-Pacífico. Por mucho que nos duela, México no está en su lista de prioridades estratégicas, y eso es un error que ambos países podrían lamentar.
La presencia de México en el G7 no debe ser decorativa. No basta con declaraciones simbólicas ni con gestos nacionalistas. Lo que está en juego es la capacidad del nuevo gobierno mexicano para articular una política exterior seria, profesional y acorde a los tiempos que corren. México no puede enfrentar solo las amenazas de la era Trump. Pero tampoco puede hacerlo con una política exterior populista, reactiva y simbólica. El populismo no alcanza para enfrentar a Trump.
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