Lejos de lo que parece, la actual jefa del Ejecutivo no tiene el poder. Aparece desesperada, sin respuestas y, hoy, sin fiscal. En una semana que ha desnudado las grietas más profundas de nuestras instituciones, México ha sido testigo de dos episodios que erosionan de manera contundente el Estado de Derecho. No son meros tecnicismos constitucionales; son asaltos frontales a la autonomía de nuestras instituciones y a la certeza jurídica que sostiene nuestro sistema político.

1) La farsa de la 'renuncia' del Fiscal General de la República y 2) el despropósito de una mayoría de ministros en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) por reabrir casos inimpugnables. Ambos no solo violan nuestra Constitución, sino que siembran un precedente tóxico: amenazan con desmantelar aún más lo que queda del Estado de Derecho, en un sistema moldeado por Morena y ahora al borde del colapso por sus propias pugnas internas.

Comencemos por el Senado y la aprobación exprés de la salida del Fiscal General, que encuentra varios problemas constitucionales, el primero de ellos: Gertz Manero no renunció. Su carta al Senado, lejos de ser un acto de dimisión voluntaria, es un mero aviso: informa que la jefa del Ejecutivo ha decidido nombrarlo "embajador en un país amigo" y solicita iniciar los trámites correspondientes. Ni una palabra sobre renuncia. Sin embargo, en un ejercicio de interpretación creativa que raya en lo arbitrario, el Senado votó para "aprobar" por mayoría de 74 votos a favor y 22 en contra esa renuncia inexistente. ¿Jugaron a la semántica para sortear la ley? Porque, además de la inexistente renuncia, constitucionalmente, la renuncia de un fiscal solo procede por causa grave, calificada como tal por el propio Senado. Nombrarlo embajador, por más "amigo" que sea el destino, no califica ni de lejos como una falta grave. Es un exilio que huele a represalia política. La aprobación de la salida del fiscal es claramente anticonstitucional.

Al avalar esta maniobra anticonstitucional, el Senado no solo pisotea el artículo 102 de la Constitución. Pone en jaque la autonomía de la Fiscalía General de la República. ¿Qué mensaje envía esto a los procuradores, investigadores y jueces que dependen de esa independencia para actuar sin temor? La captura del puesto se consumará, de confirmarse los rumores de que el nombramiento recaería en Ernestina Godoy, colaboradora incondicional de Claudia Sheinbaum, como la próxima Fiscal General. Godoy, con su historial en la administración anterior, no representa un relevo neutral, sino una extensión del poder ejecutivo en el corazón de la justicia penal. En un país donde la impunidad ya es la norma, esta jugada acelera el colapso: el Ejecutivo no solo nombra al fiscal, sino que lo destituye a su antojo utilizando la mayoría de su partido en el Senado, reinterpretando la ley como un capricho.

Pero el derrumbe del Estado de Derecho no se limita a lo ocurrido ayer en la Fiscalía y el Senado. La nueva Suprema Corte ha dado un paso aún más alarmante. Una mayoría de ministros, en clara violación del principio de cosa juzgada, ha mostrado sus intenciones de adjudicarse la facultad de revisar sentencias definitivas emitidas por la propia Corte en su composición anterior. Estas sentencias, una vez firmes, son inimpugnables por mandato constitucional: forman parte del bloque de constitucionalidad y cierran el ciclo judicial para evitar una inestabilidad perpetua. La votación, que quedó en un estrecho 5 contra 3, no es vinculante. Pero el mero intento abre una grieta peligrosa; estamos ante militantes de un partido político antes que ante juzgadores independientes que, en su afán ideológico no tienen empacho en poner en jaque a todo nuestro sistema de justicia.

Votar por esa mera posibilidad no es un debate académico; es un cisma para el sistema de justicia entero. Pone en riesgo a todos los ciudadanos, sin importar su clase socioeconómica: el trabajador que litigó por sus derechos laborales, la familia en disputa por una herencia, la empresa que defendió un contrato civil o el acusado en un proceso penal. Si toda sentencia definitiva puede ser reabierta, entramos en un círculo vicioso de impugnaciones interminables, donde la justicia se convierte en un laberinto sin salida.

Pero el impacto también trasciende nuestras fronteras. México ya lucha por posicionarse como destino atractivo para las inversiones en un mundo volátil. ¿Quién, en su sano juicio, apostaría capital en un país donde no existe certeza jurídica? Donde una sentencia favorable a una empresa, aun habiendo agotado todas las instancias, hasta la última palabra de la Suprema Corte, puede ser impugnada por la autoridad en turno, solo porque le incomoda. Este precedente no solo ahuyenta a los inversionistas extranjeros; socava la imagen de México como nación seria, predecible y respetuosa del Estado de derecho. En un contexto de aranceles y revisión del TMEC, es un autogol monumental: pasamos de ser un socio confiable a un territorio de riesgos imprevisibles.

Estos dos episodios no son aislados, sino hilos de una misma madeja: el colapso del sistema provocado por Morena y sus aliados, donde los contrapesos se diluyen en lealtades partidistas y la Constitución se dobla ante la urgencia del control. Claudia Sheinbaum aparece hoy más autoritaria que nunca, siguiendo un proyecto que, tras siete años de la 4T, ha acelerado el desmantelamiento institucional y la captura del Estado.

La impunidad, esa plaga que devora a Morena, se ha vuelto no solo evidente, sino palpable: un veneno que corroe desde dentro. Lo ocurrido esta semana no es un mero tropiezo; es la estocada que podría rematar al Estado de Derecho, dejando a México a merced de un poder sin frenos. Urge que nos reconstruyamos como sociedad, juristas, ciudadanos, opositores y elevemos la voz: denunciando estos abusos, haciendo evidente la deriva autoritaria hacia la que nos lleva el nacional-populismo de Morena. De otra forma, el derrumbe apunta para ser irreversible.

X: @solange_

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