Dos años han pasado desde los brutales actos del 7 de octubre de 2023, cuando el mundo se despertó con el horror de un ataque terrorista de dimensiones escalofriantes perpetrado por Hamas que dejó un saldo de más de mil doscientos israelíes muertos y más de 250 fueron secuestrados y arrastrados a las sombras de Gaza. Ese punto de partida en el conflicto no puede ser ni oscurecido ni relativizado. Fue un acto de barbarie premeditada, un asalto contra civiles, niños, mujeres, jóvenes en un concierto y familias enteras dormidas en sus hogares. El aniversario nos obliga a confrontar no solo la saña de ese día, sino la espiral de violencia que desató.
Reconocer la brutalidad no nos ciega ante los excesos del gobierno de Netanyahu en Gaza: el hambre inducida, la devastación de más del 70% del territorio y las escalofriantes cifras de víctimas civiles arrasadas por los incesantes bombardeos. La paz solamente puede construirse reconociendo la complejidad del conflicto, no negando verdades incómodas. La coherencia moral exige condenar ambas partes allí donde han actuado con crueldad.
Esta lección se hizo evidente ayer en el noticiero de Ana Francisca Vega en MVS Noticias, durante una entrevista con el activista Diego Vázquez Galindo. Ana Francisca, con gran tino le planteó una pregunta que debería ser el credo de cualquier defensor de derechos humanos: "¿Reconocer el genocidio en Gaza, Diego, no significa no reconocer la brutalidad de los ataques del 7 de octubre? ¿Estamos de acuerdo en eso?". Era una invitación a la claridad, a un "por supuesto" inmediato que abriera la puerta a una condena inequívoca de la masacre de Hamás y a la exigencia urgente de la liberación de los rehenes israelíes aún cautivos. En su lugar, Diego suspiró, dudó, y soltó un timorato "Estamos de acuerdo en los derechos humanos de judíos, de musulmanes, de cristianos", para luego desviar el rumbo con una lección de historia sesgada: que en Gaza "han sido amedrentados desde el 48, árabes, cristianos, católicos, evangélicos y musulmanes". Culminó con una digresión que roza lo obsceno: "¿Aquí la cuestión es quién es rehén y quién es víctima de la violencia?". Deleznable.
No se trata de blanco y negro, la empatía no elige bandos sino que exige justicia para todos los inocentes atrapados en esta pesadilla.
A dos años de iniciado este conflicto, no obstante, pareciera que por fin hay una luz al final del túnel. El anuncio de un acuerdo preliminar entre Israel y Hamás, impulsado por el plan de paz de 20 puntos de Donald Trump, podría marcar el fin del infierno en Gaza. La primera fase, ya acordada y lista para firmarse este jueves en Egipto, es el paso más tangible: en las próximas 72 horas, Hamás liberaría a unos 20 rehenes con vida, a cambio de la liberación de presos palestinos por Israel, un cese inmediato de los combates y la entrada masiva de ayuda humanitaria —400 camiones diarios en los primeros cinco días—, con un repliegue parcial de tropas israelíes hacia una "línea amarilla" de seguridad. Es un alivio precario pero nadie, ni siquiera el propio Trump, lo vende como victoria final.
La segunda fase es donde el castillo de naipes podría tambalearse: contempla la conformación de un Gobierno Palestino de transición en Gaza, excluyendo de entrada a Hamás de cualquier rol de poder. Algo que el grupo terrorista se ha negado a aceptar, e incluso de aceptarlo si el gobierno de transición carece de respaldo local, si es visto como impuesto por fuerzas externas, su legitimidad quedará en entredicho incluso antes de comenzar. Y la tercera fase, el verdadero talón de Aquiles, exige la desmilitarización total de Hamás: la entrega de arsenales, disolver milicias y permitir supervisión internacional, algo que Hamas también ya ha rechazado.
Este acuerdo entre Israel y Hamás es una oportunidad, tal vez la única en mucho tiempo, para reducir el sufrimiento humano. Pero su implementación deberá superar desafíos políticos, diplomáticos y morales enormes. Reconocer el horror del 7 de octubre y al mismo tiempo exigir justicia para Gaza no es una doble moral: es la única coherencia posible en una guerra en la que los derechos humanos no pueden ser moneda de cambio entre bandos.
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