A veces, la historia ofrece lecciones que conviene recordar en tiempos de incertidumbre institucional. En la noche del 30 al 31 de octubre de 1996, México vivió una de esas jornadas que marcan época. En Los Pinos, el presidente Ernesto Zedillo recibió a los líderes de los principales partidos: Santiago Oñate, del PRI; Felipe Calderón, del PAN; Andrés Manuel López Obrador, entonces dirigente nacional del PRD, y Alberto Anaya, del PT. La misión era tan urgente como delicada: destrabar la integración del nuevo Consejo General del Instituto Federal Electoral, pieza clave para la autonomía electoral que el país reclamaba tras décadas de desconfianza y simulación.
La negociación fue ardua, prolongada y llena de recelos y exigencias. Y no habría sido posible si un día antes no se hubiera dado una reunión entre el presidente Ernesto Zedillo y el líder nacional del PRD, Andrés Manuel López Obrador, que resultó decisiva. La cita, que tuvo lugar en Los Pinos y se prolongó entre tazas de café y negociaciones francas, destrabó el proceso. Esa garantía presidencial permitió que la izquierda permaneciera en la mesa de negociación y, finalmente, que todos los partidos celebraran la integración del Consejo General del IFE por consenso, con José Woldenberg como presidente.
“La designación de los nuevos consejeros electorales y del presidente del IFE garantizan un órgano autónomo, que tendrá en sus manos el proceso electoral del próximo año”, declararon los líderes partidistas, incluido López Obrador, al salir de la reunión. Después de semanas de desencuentros, el acuerdo fundamental había surgido de la interlocución directa entre Zedillo y López Obrador. Sin esa reunión y sin la palabra empeñada del presidente, el proceso habría seguido empantanado.
En los últimos días, el debate público mexicano ha girado en torno al desencuentro entre el expresidente Ernesto Zedillo y la presidenta Claudia Sheinbaum sobre el futuro de la democracia en México. No es un debate menor. Es, en realidad, una conversación urgente sobre el rumbo de nuestras instituciones y el significado mismo de la democracia.
Recordar este episodio de 1996 es fundamental hoy, cuando la “heredera” del movimiento de López Obrador ha decidido continuar con el desmantelamiento de las instituciones democráticas forjadas durante décadas. Aquella madrugada, la intervención directa de Zedillo y el compromiso que arrancó López Obrador -entonces líder del PRD- permitieron que la izquierda se mantuviera en la mesa y que todos los partidos celebraran la integración del IFE por consenso. Fue un pacto que, más allá de las diferencias, demostró que el respeto institucional y el diálogo podían prevalecer sobre la polarización y la descalificación.
Hoy, ese espíritu parece lejano. Claudia Sheinbaum, en vez de responder a las críticas de Zedillo sobre el desmantelamiento democrático, ha optado por el ataque personal y la ironía, llamándolo burlonamente “paladín de la democracia” y reduciendo el debate a una lista de agravios del pasado. Su respuesta -un alud de ataques sin relación con el fondo de las críticas- no solo evade la discusión de fondo, sino que confirma el deterioro del debate público y la intolerancia ante la disidencia.
Zedillo, por el contrario, fue un presidente que supo dialogar con todas las fuerzas políticas, que entendió que la democracia se construye con reglas, contrapesos y respeto a la pluralidad; que puso por encima de su interés y el de su partido el interés superior de la construcción de la democracia. Su legado, más allá de sus errores, es el de un estadista, un calificativo que claramente no es aplicable ni a Claudia Sheinbaum ni a López Obrador, quienes han encabezado un movimiento populista destructor de la democracia.
X: @solange_