He aquí un hecho curioso del que guardo fresca memoria. Ocurrió hace pocos días en el inefable aeropuerto de la Ciudad de México, cuando me disponía a viajar en compañía de mi esposa para corresponder al generoso reconocimiento que me hizo la Universidad de Roma por mi promoción y defensa de los derechos humanos. Se entregaría idéntica presea al expresidente de la Corte Europea de Derechos Humanos y al Vicepresidente de la Corte Africana de la misma especialidad.

Mi equipaje incluyó ropa común para algunos días, medicamentos recomendados como complemento alimenticio y varios libros de mi autoría que podría obsequiar a mis colegas, atendiendo a temas de nuestro interés sobre justicia internacional: “La Corte Interamericana de Derechos Humanos”, “Derechos humanos y justicia penal” y “El control jurisdiccional de convencionalidad”.

Cuando esperaba mi turno para abordar el avión que nos transportaría a Roma, mi esposa y yo recibimos una llamada telefónica de la línea aérea. Se nos comunicó que la oficina supervisora de la seguridad aeroportuaria, a cargo de la Secretaría de Marina, nos pedía abrir el equipaje para verificar su contenido y nos invitaba a pasar al local en el que se haría la verificación. Nos acompañarían tres miembros de la Armada. Por supuesto, me causó sorpresa esta petición, pero no la cuestioné y accedí a trasladarme a esa dependencia militar donde se nos reiteró la solicitud de inspección.

Mi esposa, más aguerrida que yo, preguntó a los inspectores navales cuál era el motivo de esta nueva revisión del equipaje. Yo me retraje, aunque supuse que los medicamentos contenidos en éste habrían llamado la atención de los esforzados inspectores. En consecuencia, atendí la solicitud de la autoridad naval y se llevó a cabo la revisión. Por supuesto, no había irregularidad alguna en el contenido del equipaje.

Cumplida la inspección, me dirigí al personal encargado de practicarla, seis o siete miembros de la Armada y varios civiles. Solicité se me indicara quién era el superior jerárquico del grupo encargado de la revisión. Se identificó como tal un joven militar a quien pedí con el mayor comedimiento me informara el motivo de la inspección. El oficial, que en todo momento se condujo con absoluta corrección, me hizo saber que un aparato de su equipo de verificación había identificado cierta señal emitida por los libros que formaban parte de mi equipaje, y que esto generó una señal de alarma que atrajo la atención de los militares.

Hice notar al oficial mi extrañeza por este hallazgo y no menos por el hecho de que se hubiese reunido un grupo militar, en forma que estimé fuera de proporción, para revisar el equipaje de dos adultos muy mayores, que difícilmente podrían significar riesgo alguno para la aeronave y sus ocupantes. Con el mismo comedimiento con que había actuado el oficial, pedí a éste transmitir a su superior el hecho al que me he referido.

Formulada esta petición, mi esposa y yo nos retiramos de la oficina de inspección, enterados de que la posesión de los libros que he mencionado había determinado la preocupación del personal militar. Debo confesar que en las siguientes diez horas reflexioné sobre la potencial letalidad de los libros de un profesor universitario. Desde luego, no pude digerir la explicación que recibí.

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