En Gaza e Israel, el dolor tiene muchos rostros. Rostros de rehenes que han sido liberados después de más de dos años de cautiverio, y de miles de personas —algunas menores de edad— que permanecen detenidas sin juicio ni acusación formal. De un lado y del otro hay miedo, pérdidas y un cansancio profundo que se hereda.
El cautiverio no es solo una condición física, sino emocional. Quienes son secuestrados enfrentan su propia guerra interna: la incertidumbre sobre si su familia sigue viva, si alguien sabrá que existen, si su sufrimiento tendrá algún sentido.
Uno de los rostros que humaniza este horror es el de Eli Sharabi, un ciudadano israelí que fue liberado tras 491 días en cautiverio y que, al regresar, se enteró de que su esposa e hijas habían sido asesinadas el mismo día de su secuestro. ¿Cómo se sobrevive a eso? ¿Cómo se habita de nuevo un cuerpo que conoció ese nivel de vacío?
Del otro lado, entre los miles de palestinos detenidos en prisiones israelíes, muchos no han sido acusados formalmente. En términos de derechos humanos, eso también representa una forma de secuestro: una privación arbitraria de la libertad donde no hay garantías ni verdad. Entre ellos estaba Omar Yahya Al-Qarinawi, un joven palestino de 18 años con autismo que fue liberado recientemente. Omar fue herido por el ejército israelí mientras esperaba ayuda en un campamento humanitario y pasó meses detenido sin comprender siquiera por qué estaba ahí. Su historia refleja una violencia que trasciende banderas: la que cae sobre los más vulnerables cuando el miedo dicta las decisiones.
El cautiverio, para las familias, es la espera. Es la vida suspendida entre la esperanza y la desesperación. Quienes esperan afuera viven con el corazón dividido entre la fe y la culpa de seguir respirando. Quienes están dentro sobreviven día a día, sin saber si alguien todavía los busca.
He visto de cerca lo que significa esperar a un ser querido privado de su libertad. No hay negociación justa ni justicia posible cuando se trata de vidas humanas. En el contexto de un conflicto armado, esa realidad se vuelve aún más cruel, porque la dignidad se diluye entre discursos políticos y el sufrimiento se vuelve invisible.
El trauma que deja esta guerra —como cualquier guerra— no distingue religión, idioma ni territorio. Hay niños y niñas palestinos que perdieron a sus padres bajo los escombros, y niños y niñas israelíes que crecieron creyendo que pueden ser asesinados por su cultura o religión. Ambos aprenden a tener miedo antes de aprender a confiar. Y ese miedo, cuando no se trabaja, se hereda.
Por eso la reconstrucción no puede limitarse a los edificios ni a los acuerdos diplomáticos. La paz verdadera empieza con la reparación emocional, con el reconocimiento del dolor en ambos lados y con la voluntad de ver al otro como humano, no como enemigo.
La reciente liberación de rehenes y detenidos representa un paso importante, sí, pero el camino hacia la paz en Medio Oriente será largo. No podemos pensar que bastarán las fotos de los acuerdos para sanar lo que se rompió.
Porque lo que se quebró no fue solo entre Gaza e Israel, sino en el mundo entero: la fe en el otro, la empatía, la humanidad.
Y reparar eso tomará años, quizá generaciones.
Pero hay que empezar.
Presidenta de Reinserta