La trágica muerte del dos veces expresidente de Chile, el derechista Sebastián Piñera, no sólo generó reacciones de políticos de todo el mundo, sino que también sirvió para que el país andino se confirmara como una de las democracias más sólidas y maduras de Latinoamérica. Porque desde el discurso del presidente izquierdista, Gabriel Boric, hasta la comedida y cuidada explicación que dio la ministra del Interior, Carolina Tohá, del accidente de helicóptero en el que perdió la vida el exmandatario, mostraron que en Chile no importa si gobierna la derecha o la izquierda, porque por encima de las ideologías está el concepto de Estado democrático y la madurez de la clase política.

Para un país como México, donde el desbordado y autoritario presidencialismo —tanto el del pasado priista como el del presente lopezobradorista— nos ha hecho tener presidentes que se creen casi dioses sexenales y cuyos egos terminan chocando y haciéndolos pelear, es más que interesante observar cómo pueden tratarse con civilidad la izquierda y la derecha, y cómo desde sus diferencias, pero privilegiando la tolerancia democrática, trascienden a sus fanatismos y radicalismos para mostrarse como un Estado unido y una democracia consolidada.

Las lecciones desde Chile vienen a cuento porque muy distinto suele ser el trato entre presidentes y expresidentes en México. Llega a ser tanto el poder que detentan y el trastorno que les provoca, que incluso aquellos mandatarios que fueron amigos o que uno impulsó al otro para dejarlo como su sucesor, acaban peleando entre sí y en algunos casos se vuelven los enemigos más feroces e irreconciliables.

La historia política mexicana está llena de episodios y anécdotas que documentan la complicada relación entre presidentes y expresidentes. Desde el maximato de Plutarco Elías Calles, que ponía presidentes títeres para manejarlos y seguir gobernando desde sus ranchos, hasta las rupturas políticas e ideológicas entre Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, las ambiciones transexenales de Luis Echeverría y su exilio en Fiji, o el rompimiento casi a muerte entre Ernesto Zedillo y Carlos Salinas de Gortari.

Pero en este sexenio, Andrés Manuel López Obrador, encarna al mismo tiempo varias de esas facetas del viejo presidencialismo: porque lo mismo intenta instaurar el Obradorato como la versión del siglo 21 del Maximato callista, con todo y presidenta “títere”, que tiene la demagogia y los delirios de grandeza transexenales de su admirado Echeverría, y él, si bien no se ha enemistado con el expresidente que le antecedió, con el resto de los expresidentes vivos de México ha desatado un enfrentamiento burdo y abierto en el que ha hecho “villanos favoritos” a Felipe Calderón y a Carlos Salinas de Gortari; mientras ridiculiza y se burla de Vicente Fox, y a Peña Nieto le guarda un respeto aparente, aunque nunca le tuvo ningún respeto como presidente.

Porque desde que estuvo en campaña en el 2018, Andrés Manuel López Obrador perfiló la que sería su política de “cacería y ataques” a los expresidentes que le antecedieron en el cargo. Primero los igualó a todos al equiparar la corrupción priista con la nueva corrupción panista y los bautizó como el PRIAN; luego los etiquetó a todos como “neoliberales”, y planteó por primera vez la posibilidad de enjuiciar a expresidentes de la República, algo nunca visto por los mexicanos y que fascinó a las masas ávidas siempre de ver sangre en la arena política, y más tratándose de expresidentes.

Ya en el poder, el tabasqueño elevó el tono contra sus antecesores; comenzó a culpar de todos los males y problemas presentes del país a sus antecesores, desde el “padre del neoliberalismo”, como llama a Salinas de Gortari, hasta el culpable de la violencia del narcotráfico y de la inseguridad que padecemos los mexicanos, que siempre ha sido Felipe Calderón. La idea de la consulta popular para preguntarle a los mexicanos si querían juicio contra los expresidentes, la materializó el 21 de agosto de 2021 y, aunque el 90% de los que participaron dijeron “Sí” al juicio de los expresidentes, la participación de la ciudadanía fue tan baja, con apenas el 8% del padrón, que el resultado no tuvo ningún efecto vinculante.

Hoy López Obrador no sólo ataca y descalifica verbalmente a sus antecesores, sino que en el ocaso de su sexenio y ante la desesperación y el temor de no ganar las próximas elecciones presidenciales, ha convertido a los expresidentes en blancos electorales y busca abrirles investigaciones penales que los pudieran llevar a ser imputados e incluso detenidos. No sólo es el caso de Carlos Salinas de Gortari y el intento de imputarlo con la reapertura de investigaciones del Caso Colosio, 30 años después, sino que también busca vincular a Felipe Calderón con los temas de Genaro García Luna, quien también apareció de pronto como sospechoso en el asesinato de Colosio.

Escuchando ayer el discurso con el que el presidente Boric despidió a su antecesor Piñera, con frases de elogios y reconocimientos al papel de su antecesor derechista en la “construcción de grandes acuerdos” en la democracia chilena, nos convencemos de que en México, sobre todo en el actual, difícilmente veremos al Presidente hablar bien de sus antecesores o reconocerles aunque sea un mínimo logro. En lugar de eso, dicen en la Fiscalía General de la República, lo que sí  ha ordenado López Obrador es abrirles expedientes a varios de sus antecesores, que quién sabe si tengan sustento jurídico o judicial, pero están abiertos por lo que se ofrezca en las próximas campañas.

Se lanzan los dados. Capicúa y repetimos el tiro.

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