Se cumplen cinco años del primer confinamiento generalizado que se instrumentó en México, como medida extrema para combatir asimismo, un riesgo extremo: el contagio por el virus SARS-Cov2.

Fue un momento de enorme incertidumbre en todo el planeta como en nuestro país, pues nos enfrentábamos con un patógeno desconocido del que sabíamos muy poco: que provenía de China, su secuencia molecular y que era altamente contagioso y mortal. Ya para entonces su altísima letalidad se estaba padeciendo en China, en otros países de Asia y Europa meridional.

Nosotros tuvimos una oportunidad que fue desperdiciada por los entonces responsables de salud, completamente subordinados a las directrices -no sanitarias, sino políticas- del entonces presidente de la república. Y esa subordinación explica mucho del desenlace de la gestión de la pandemia en México. Explica -por ejemplo- cómo teniendo evidencia nueva en la mesa, dispuesta por los centros de investigación, por las unidades médicas, por las noticias especializadas que nos llegaban del mundo, no corregíamos estrategias, no rectificábamos, no recalculamos la ruta sustituyendo medidas erróneas por disposiciones más actualizadas.

Tal y como documentó rigurosamente la Comisión Independiente de investigación que dirigió el doctor Jaime Sepúlveda hace exactamente un año, los resultados de esa gestión son “inocultables por devastadores”: la tercera tasa de defunción por cada 100 mil habitantes del mundo (260.7); el mayor número del personal médico fallecido en todo el planeta; 10.6 millones de empleos perdidos en 3 meses; una abrupta reducción de la esperanza de vida -la mayor de la OCDE- de menos cuatro años y una mortandad en exceso de 807 mil 720 mexicanas y mexicanos. Unos resultados injustificables bajo cualquier parámetro médico e imperdonables también bajo cualquier parámetro humano.

No era un destino inevitable, no fue una fatalidad impuesta por causas “naturales”: fue una consecuencia de decisiones equivocadas, obstinadas, de la incapacidad para corregir y recalcular en un periodo que el conocimiento y la ciencia del coronavirus estaba avanzando rápidamente.

Dos ejemplos son muy elocuentes, aunque hay decenas de ellos.

El primero fue el desdén por -nada menos- el Doctor Mario Molina (Premio Nobel de Química) quien junto a varios colegas de la Universidad de Texas el 16 de mayo del 2020, publicó un documento en el que demostraba que “la transmisión aérea es altamente infecciosa y representa la ruta dominante del COVID-19” por lo que, el uso obligatorio de cubrebocas resultaba la medida determinante para detener la intensidad de propagación de la pandemia. “Nuestra conclusión es que el uso de cubrebocas en público es la medida más efectiva para prevenir la transmisión de la enfermedad entre personas y que esta práctica, que no es costosa, junto con pruebas extensas, cuarentenas y el seguimiento de contactos, plantea la mejor oportunidad para detener la pandemia del COVID-19.” Fue lastimosamente desoído.

Otros institutos nacionales y extranjeros insistieron dentro del periodo de confinamiento. Y en septiembre, seis ex secretarios de salud publicaron un documento perentorio, donde urgían a implementar dos recomendaciones simultáneas para detener la velocidad del contagio y conocer la verdadera magnitud y geografía de la expansión del virus: uso obligatorio del cubrebocas y una campaña masiva de pruebas que, durante ocho semanas, podrían proveernos de información imprescindible para lograr el control de la pandemia.

Segundo ejemplo: la evidencia de que los asintomáticos contagian. Diversos estudios provenientes de Asia y de Europa, daban cuenta de que esta no sería una epidemia de “una sola ola” de la que pudiéramos esperar un horizonte de descenso -como afirmó varias veces Hugo López Gatell, responsable lenguaraz de la gestión pandémica en México- sino que habría varios picos y mesetas como en otras enfermedades conocidas. En el caso mexicano, vivimos nada menos que seis cimas, seis olas de contagio y mortandad cuya cúspide absoluta ocurrió en enero del año 2021.

Concluido el gran confinamiento en junio de 2020, las medidas de prevención y de precaución se relajaron apostando a que “lo peor ya había pasado” como dijo el presidente López Obrador. Pero la realidad -vivida antes que nosotros en otras latitudes- mostraba que, sin pruebas, sin uso del cubrebocas, sin apoyos a los trabajadores para quedarse en casa y sin controles más estrictos de la conducta social, la pandemia seguiría su expansión mortal. Y algo más: gente infectada y que no presentaba síntomas, sin embargo, contagiaba a los demás, lo que hacía todavía más insidioso y extenso al virus.

A cinco años de aquel pasaje trágico -el más trágico en muchas décadas-vale la pena subrayar que la obcecación, la falta de actualización científica y la incapacidad para corregir, son las peores consejeras para la gestión de un desastre sanitario. Recalcular, dada la nueva evidencia es una lección simple pero esencial y que no podemos olvidar.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS