Las tres parejas nos reunimos en el gran hemiciclo de mármol blanco con treinta y tres leones de mármol.

Ahí empezó el Juego de las parejas.

Carla y Valeria; Mariana y yo; Rossana y José Ramón: las tres parejas paradas en un medio círculo atendimos las instrucciones iniciales del doctor Kronoberg, un psicoanalista octogenario, pequeño y calvo y con lentes redondos.

—Te quedas con tu pareja o cambias de pareja –dijo—. Esa es la primera decisión que debe cada uno de ustedes tomar en cuanto silbe el silbato.

Los seis nos miramos entre nosotros.

Y mi mirada se detuvo en los ojos verdes, tibios y chispeantes de Rossana, que igual movió los ojos para centrarse en mis ojos.

La verdad, Rossana y yo teníamos algo pendiente. Cada que nos encontrábamos en algún evento cruzábamos esa mirada especial. Una mirada un poco anhelante, un poco tímida.

Me hubiera encantado saber de una vez qué tan feliz podía ser con ella.

Pensé:

—Pero para probar mi suerte con Rossana tendría que no elegir a mi propia pareja, a Mariana, con quien he armado un mundo a lo largo de veinte años.

Las tres parejas seguimos mirándonos mientras la ciudad de Londres y sus camiones de dos pisos y sus taxis negros con el letrero de taxi en el techo y sus automóviles y ciclistas se movía a nuestro alrededor.

—¿Cuáles son las siguientes instrucciones? –preguntó Mariana, rubia y de ojos azules.

—No hay otras instrucciones por lo pronto –dijo el doctor Kronoberg, y miró su reloj de pulsera. –En cuanto silbe, empiezan a caminar, y veremos qué pasa.

Siguió viendo su reloj de pulsera mientras con la otra mano subía a sus labios un silbato plateado. Dijo:

—Empieza el juego de las parejas.

El silbato sonó largo entre el ruido del tráfico.

Yo me quedé como clavado en el piso mientras Rossana echaba a andar con paso ligero.

José Ramón, su actual pareja, los ojos húmedos por el desprecio, se giró de espaldas, y echó a andar en dirección opuesta.

Mariana y yo nos miramos un instante, y ella dijo:

—Me voy al hotel. No voy a jugar este juego.

—No te vayas —: no le dije a mi pareja de veinte años.

La dejé ir.

Y en cuanto entendí que ella no podría echarme la culpa de nuestra separación, fui tras Rossana.

Yo: el don Juan discreto.

Me apresuré para bajar las escaleras del puente en donde estábamos: las escaleras bajaban a una calle semi-oscura.

Ahí bajo el puente estaba la pareja de Carla y Valeria discutiendo. Valeria lloraba mirando entre sollozos al pavimento. Carla le reclamaba algo picándole el pecho con el dedo índice.

Entonces Valeria se hincó llorando ante su pareja.

Y yo, avergonzado, apresuré el paso, y miré a diestra y siniestra. ¿Dónde se había metido Rossana y sus ojos tiernos y verdes?

Al pasar a un lado de los ventanales de un café la vi.

En el café vacío, José Ramón sentado en una silla, lloraba y gritaba.

—Yo soy quien va diario por el periódico. Yo soy quien diario prepara el café y lo lleva a la cama. Yo soy quien…

Sollozó.

Y Rossana en el otro extremo del café soportaba el embate sin replicar.

Un pleito enorme: José Ramón volvió a los gritos:

—Yo alimento diario al gato. Yo le extiendo el periódico en una esquina del piso de la cocina para que ahí defeque sus bolitas de mierda.

Rossana se cubrió el rostro con las manos.

—Y luego tú te vas durante semanas, y el gato se mea por todo el departamento porque te extraña.

—Carajo –se quejó Rossana—, solo me hablas del gato y de periódicos.

—La vida está hecha de detalles –dijo José Ramón.

—Siempre arruinas todo –dijo Rossana—. Vinimos a Londres para jugar a las parejas y mira qué has hecho. Encerrarnos en un café oscuro a tener el pleito que cada semana tenemos en nuestro país.

—Dejaste a nuestra hija cambiar de sexo y luego emigrar a Canadá –la acusó él.

Rossana harta se dirigió a la puerta. Estaba por salir a la calle y yo estaba por encontrarla directamente frente a mí.

Pero aceleré el paso para que no sucediera el encuentro.

—Arpía –pensé. –Dejó a su hija emigrar a Canadá, arpía.

La oí llamarme.

—Alejandro.

Pero aceleré el paso aún más para llegar más pronto al hotel donde estaba Mariana.

Pensaba al caminar de prisa:

—Debí decirle No te vayas en voz alta. No te vayas. No te vayas.

Coloqué mi tarjeta contra la puerta del dormitorio. Clac sonó el pestillo al recorrerse.

Abrí la puerta y entré. No había nadie. La cama estaba con sus sábanas impecables y estiradas.

Los mosaicos blancos del baño relucían.

Abrí el balcón y el aire frío me envolvió el cuerpo.

La ciudad de Londres se movía con sus diez mil transportes hasta el horizonte con un cielo de nubes grises y blancas y grises.

—No le dije en el momento preciso No te vayas –pensé. –Y ella se había ido…

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