Tanto se ha escrito sobre Ricardo Salinas estas últimas dos semanas, que tal vez lo único que resta evidenciar es lo esencial.

Salinas cree en el dinero. Y en nada más.

La filosofía es para él un bla bla bla. La ideología igual es un bla bla bla.

Lo único real para él es el dinero. La razón de vivir y la balanza en la que se calcula el Bien y el Mal.

Si algo significa ganar dinero es bueno, si algo hace perder dinero es malo.

La Religión del Dinero es su religión.

Es un tipo puro $alina$: su religión es simple e inamovible, y a esa pureza llegó durante la pandemia recién pasada.

Salinas tuvo que decidir si cerraba su consorcio de acuerdo con las órdenes de la Organización Mundial de Salud y del gobierno de México, y tomó la decisión calculando cuánto perdería en dinero si cerraba.

Tendría que seguir pagando salarios a sus 150 mil trabajadores, y tendría que seguir pagando los arriendos de ciertos locales no propios, y en contraste ganaría cero: así que muy rápido decidió no cerrar.

¿Cómo convertir ese cálculo monetario brutalmente egoísta en algo que convenciera a los Otros de que era otra cosa?

¿Cómo convencerlos de que era por ejemplo algo moral, es decir: que quería el bien también de los trabajadores afectados?

Como siempre el discurso para disfrazar su egoísmo monetario radical, el bla bla bla encubridor, se lo encargó a otro.

En este caso a su señor padre.

Ante las cámaras de televisión, sentado en un cómodo sofá de dos plazas, el padre de Salinas, en un traje color mostaza, jaló el humo de un puro para luego de exhalarlo decir:

–Soy un viejo de 88 años… y me gusta fumar. Fumar mata. Lo sé. Y yo fumo. Porque amo la vida.

–No, no, no –se le escapó al director del equipo de grabación.

Se sentó con el abuelo en el sofá y le explicó que debía haber más palabras, más bla bla bla, entre la palabra MATA y la palabra VIDA.

Las grandes arengas hacen eso, van llevando de un negativo a un positivo poco a poco, hasta que juntar los extremos antagónicos parece inevitable.

–4, 3, 2… –cantó la toma el continuista, y cerró la claqueta: clac.

Y se volvió a grabar:

El abuelo inhaló del puro y exhaló el humo y dijo:

–¿Saben cuántos se mueren por fumar? Más de 7 millones de gente se mueren al año. Pero a mí me gusta fumar…

–alzó el puro entre dos dedos y sonrió a la cámara.

–Me gusta vivir mi vida a mí manera y disfrutando del tabaco. Según algunos, fumar debería abolirse porque mata a millones, pero yo soy del partido de la vida. De que hay que vivir la vida, y disfrutarla, y parte de la vida es la muerte.

19 minutos más de bla bla bla pausado por bocanadas de humo, y luego:

–Los políticos han cerrado las fuentes de la vida. ¿Y cuáles son las fuentes de la vida? Pues el trabajo. Se trabaja para vivir. Son el partido de la muerte. Y sí, claro, en la pandemia vamos a morir muchos, muchos, muchos, pero por haber cerrado estas fuentes de la vida.

5 minutos de bla bla bla y luego la arenga final:

–No se unan al partido de la muerte, vayan a trabajar.

No lo creerá el lector, pero ese bla bla bla tramposo del viejo $alina$ se volvió la retórica oficial del Grupo $alinaS en la pandemia y su justificación para no cerrar sus puertas y obligar a sus 150 mil trabajadores a ir contra su propia vida.

Porque hay que apuntarlo, para los trabajadores el dilema se volvió: o vienes a trabajar en espacios cerrados, codo a codo con otros, arriesgando infectarte de una enfermedad pulmonar que aún no tiene cura, o pierdes tu trabajo, no cobras tu quincena y tú y tu familia se mueren de hambre.

Morirte de Covid o de hambre: eso fue el dilema para las afanadoras, los electricistas y los oficinistas.

Para los trabajadores de los escalafones superiores, con ahorros en el banco, el dilema se volvió perder un buen trabajo o asegurar la vida propia y la de sus seres cercanos.

Los que pudieron arrendaron cuartos de hotel para dormir: así arriesgaban la vida propia, pero no la de sus familiares queridos. Los productores de TV Azteca, por ejemplo, arrendaron dormitorios en el Hotel Camino Real, colindante a la televisora, y fueron durante semanas sus únicos ocupantes.

Dos de ellos murieron en esos días del miedo en esas camas ajenas.

Una manta de plástico recorría el último piso del edificio que en TV Azteca da la cara a la calle:

¡Somos imparables!

Los trabajadores bromeaban:

–Ajá, pronto seremos cadáveres no parables.

Otro lema recorría las paredes de las oficinas colectivas donde un centenar de oficinistas trabajaban sus horarios de 8 horas:

Ponemos el ejemplo.

–Maldito Hijo de puta –me dijo entre dientes un contador en un elevador donde entre él y yo aparecía el lema Somos imparables.

Lo dijo y sonrió a la cámara de seguridad colocada en una esquina superior del elevador.

Así titulé la novela que narra aquellos días de espanto en una televisora cuyo nombre no apunté para ahorrarme litigios:

HDP.

Hijo de Puta.

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