Hay un dato que México debe empezar a tomar muy en serio en este nuevo ciclo político: las reformas constitucionales aceleradas, los atropellos procedimentales y la creciente acumulación de poder en el poder ejecutivo apuntan a un hecho inquietante. Morena no se piensa ir del poder.

No lo digo como metáfora ni como frase de combate; lo dicen sus propios dirigentes. Basta escuchar a la presidenta de ese partido político, quien en sus mensajes públicos sobre supuestos logros afirma que “apenas llevan ocho años de gobierno de la transformación”. En una democracia madura, ocho años equivalen al ciclo completo de un proyecto político.

Pero el mensaje es otro: apenas estamos empezando. Eso no describe un ciclo democrático. Describe un proyecto hegemónico.

La ciencia política ha estudiado este fenómeno con detalle. Juan Linz advirtió que los regímenes elegidos democráticamente pueden, desde dentro, erosionar contrapesos hasta convertir la legalidad en una herramienta para la concentración del poder. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en How Democracies Die, describen tres síntomas tempranos: la captura arbitraria de instituciones, el desprecio por las normas informales y la disposición a usar facultades extraordinarias para ampliar el poder discrecional del gobierno en turno. Es inevitable reconocer estos patrones en nuestro presente.

Y hay una explicación estructural: quien construye un poder excepcional no piensa entregarlo. Porque sabe que, en caso de perder, todas las facultades que hoy concentran —controversiales, expansivas, muchas veces sin precedente— serían utilizadas por el nuevo gobierno no solo para revertir el proyecto, sino potencialmente para investigar, sancionar o desmontar en acto todo aquello que se construyó al margen de la institucionalidad.

Lo hemos visto en otras latitudes. En Hungría el oficialismo utilizó mayorías coyunturales para reescribir reglas del juego que volvían prácticamente imposible la alternancia. En Venezuela, el desmontaje institucional terminó por vaciar de contenido la división de poderes. Son ejemplos que muestran cómo la erosión democrática ocurre desde dentro, por acumulación gradual de poder y por la creación de un entorno donde perder una elección se vuelve inaceptable (y técnicamente imposible) para quienes gobiernan.

Lo preocupante de este momento no es únicamente la intención de transformar instituciones, sino el ritmo. La velocidad es parte del método. La constitucionalización exprés crea un entorno en el que el análisis público apenas alcanza a reaccionar cuando ya se ha consolidado un nuevo desequilibrio. Y ese desequilibrio se vuelve normal.

La conclusión es seria, pero necesaria: un gobierno que concentra poder sin límites envía una señal inequívoca sobre sus intenciones respecto del futuro. En democracia, construir mecanismos de control es signo de madurez. Cuando se hace lo contrario, el mensaje es obvio: no se piensa dejar el poder por la vía institucional.

Lo que México necesita hoy es lucidez, serenidad intelectual y defensa del único principio que impide que la historia se repita: las democracias se sostienen por la posibilidad real de la alternancia. No por la promesa de continuidad eterna.

El país merece que esa alternancia sea posible, pacífica y respetada. Porque cuando un proyecto político deja de imaginarse temporal, lo que sigue ya no es democracia. Es hegemonía. Y la hegemonía, como enseña la historia, siempre termina cayendo… pero nunca sin un costo enorme para la nación que la toleró.

Senador de la República por Yucatán

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