Gobernar es decidir, pero también prever. En México, después del primer año de conocimiento de los nuevos actores, el poder público parece vivir atrapado en la urgencia: en la crisis inmediata, el tuit del día, el aplauso de la conferencia de la mañana. En cambio, los grandes temas —diplomacia, seguridad, economía— avanzan sin brújula ni estrategia, sostenidos por la inercia y la improvisación. A un año de iniciado este nuevo sexenio, el país necesita menos reflejos y más pensamiento; menos inmediatez y más propósito.

En el frente diplomático, el reciente desencuentro con Perú, que derivó en la prohibición de entrada a la Presidenta mexicana, no es un incidente menor. Refleja un aislamiento creciente y una confusión entre soberanía y capricho. México siempre fue respetado por su política exterior de Estado, construida sobre principios —no sobre temperamentos—, basada en la no intervención, el diálogo y la cooperación. Lo que antes fue un activo de respeto y mediación internacional, ahora se percibe como un voluntarismo que debilita al país justo cuando el mundo exige pragmatismo y alianzas inteligentes.

En el ámbito interno, la urgencia adopta otro rostro: la violencia. El asesinato del alcalde de Uruapan y los ataques contra funcionarios locales confirman que la inseguridad se ha normalizado como paisaje. Las cifras oficiales hablan mañosamente de reducciones, pero los hechos desmienten el optimismo oficial. La violencia municipal, la impunidad en el 95 % de los delitos y la expansión del crimen organizado dibujan un Estado fragmentado. Y lo más grave: el poder se indigna si le tocan el tema. Gobernar desde la urgencia en seguridad significa responder al crimen con despliegues y desplantes mediáticos, no con inteligencia ni prevención; confundir autoridad con presencia armada y las cortinas de humo con paz.

El tercer ámbito —la economía— revela algo más profundo: la erosión de la racionalidad en la toma de decisiones. Giovanni Sartori advertía que la democracia moderna sólo sobrevive si conserva un equilibrio entre la política de la emoción y la política de la razón. Hoy ese equilibrio está roto en la toma de las decisiones verdaderamente técnicas de lo productivo.

México ha dejado de pensar en términos de productividad para pensar en términos de clientela. La inversión pública no construye capacidades, sino lealtades; los programas sociales no se integran en una política de bienestar, sino en una estrategia de gratitud. En la práctica, se ha desmantelado la arquitectura técnica del Estado para sustituirla por un sistema de improvisaciones administrativas. Y cuando el Estado deja de pensar, la economía deja de crecer.

El verdadero riesgo no es el déficit fiscal, sino el déficit intelectual del gobierno: la renuncia a la planeación, a la evaluación y al diálogo con la evidencia y la opinión y aporte de verdaderos profesionales. Mientras el mundo se reconfigura hacia economías digitales, sostenibles y de conocimiento, México invierte menos en investigación y desarrollo, y en gasto educativo. La educación tecnológica, piedra angular de la movilidad social del siglo XXI, ha sido relegada del currículo nacional. La consecuencia no es solo económica, es civilizatoria: un país que deja de educar para el futuro está educando su propia dependencia.

Con el régimen de Morena la evidencia ha cedido su lugar a la consigna; la planeación, a la ocurrencia; y la razón, al impulso ideológico.

Senador de la República por Yucatán

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