La distinción entre Estado y Gobierno es fundamental para los días de contienda que ya estamos viviendo. Es obvio que Morena y su liderazgo están haciendo un uso premeditadamente confuso de ambos conceptos, intentando llevar al país por una ruta a modo.
El Estado es una construcción social, legislativa y jurídica permanente, cuya existencia no se ve alterada por los cambios de las administraciones o las fluctuaciones políticas. En contraste, el Gobierno es la instancia ejecutiva temporal que toma las decisiones diarias, administra los recursos y políticas públicas.
Si el Estado fuera una embarcación, el Gobierno sería su tripulación, seleccionada para navegar el curso durante una temporada determinada, sujeta a la evaluación de sus pasajeros —los ciudadanos— y con la posibilidad de ser reemplazada si no cumple con las expectativas.
La relación entre Estado y Gobierno es similar a la que existe entre una casa y las personas que la habitan. El Estado sería la infraestructura fija, los cimientos, paredes y techos que definen la residencia; mientras que el Gobierno serían los habitantes actuales, quienes decoran y utilizan el espacio temporalmente, capaces de remodelar dentro de los límites de la estructura, pero no de alterar sus bases fundamentales.
La ciudadanización de la política busca fortalecer esa distinción, asegurando que el Estado se mantenga como reflejo sólido de la sociedad que lo constituye y que el Gobierno sea el ejecutor transitorio, pero responsable, de la voluntad colectiva.
Así, cuando Morena pide la mayoría en el Congreso para —por ejemplo— mantener el presupuesto de sus programas sociales, está diciendo a la ciudadanía que necesitan una mayoría de Gobierno; una que en realidad piensa utilizar —y lo confiesan públicamente— para cambiar al Estado. Ahí está la trampa política que exclusivamente los ciudadanos pueden desactivar. Estamos viendo al pintor y decorador de la casa haciéndola de ingeniero, no solo cambiando el color las paredes, sino dinamitando los cimientos. Estamos ante el capitán de un barco, con autorización únicamente para guiarlo, diciendo que él en realidad quiere otro barco.
Los mexicanos podemos no estar de acuerdo con la forma como nuestra casa ha sido administrada. Podemos desear otros muebles, colores en los cuartos, vegetación del jardín o cambiar los electrodomésticos que tenemos, pero lo cierto es que nadie ha dado autorización para demoler columnas o muros estructurales.
Si se trata de demoler una de las tres columnas de la casa (la división de poderes), esa fue una decisión que se tomó con Morelos en la Independencia y que es sagrada. Si se trata de definir cuantas recámaras tiene la casa y el derecho a la privacidad en cada una de ellas (el federalismo), esa fue determinación de la generación de la Reforma, con Juárez y la Constitución de 1857. Dejar claro que es mala idea que la casa se pinte de un único color o que sea dominada por una sola voz, han sido logros acumulados del movimiento de 1968 y la transición democrática iniciada en 1988.
Entonces, la prioridad absoluta del FAM debe ser meter a los ciudadanos a la elección y la de los ciudadanos debe ser no dejar que decisiones que han sido logros de 200 años se cambien por una minoría absoluta. Si los 100 millones de electores mexicanos no se involucran, vamos a dejar que menos de un tercio decida cómo será la casa que todos habitaremos de forma irreversible por décadas.
Sería darle al pintor poderes de ingeniero.