Las elecciones en Bolivia del pasado 17 de agosto dejaron una de esas imágenes que se convierten en advertencia para toda la región: el Movimiento al Socialismo (MAS), que gobernó de manera ininterrumpida durante dos décadas bajo Evo Morales y luego Luis Arce, se desplomó a niveles dignos de la extinción. Su candidato apenas obtuvo alrededor del 3% de los votos, mientras que la oposición se repartió la primera y segunda plaza política de rumbo a la segunda vuelta de la elección presidencial.

El derrumbe no fue repentino. Durante años, el MAS había confundido partido con Estado, apostando a que la fuerza del presupuesto y la propaganda bastarían para mantener el control. Sin embargo, la sociedad boliviana terminó harta de la inflación, la escasez de combustibles, la corrupción interna y la incapacidad del gobierno para dar soluciones a problemas básicos. Al final, el gran relato de la transformación quedó vacío frente a las vivencias cotidianas de millones de familias.

El paralelo con México resulta inevitable. Morena gobierna hoy con mayoría territorial y parlamentaria, y ha construido un discurso que lo presenta como la encarnación del pueblo y la historia. Pero al mismo tiempo, las realidades son inocultables: un sistema de salud colapsado, inseguridad que desgarra al país, proyectos de infraestructura sin resultados palpables, una economía que retrocede. El oficialismo pretende resolver con propaganda lo que la ciudadanía vive en carne propia: servicios insuficientes, violencia desbordada, oportunidades escasas y dependencia absoluta de los programas de gobierno.

El péndulo de la política nunca se detiene. Ninguna hegemonía es eterna. El MAS parecía invencible y hoy es apenas un recuerdo en el Congreso boliviano. En nuestro país, Morena apuesta a que el reparto de programas sociales garantizará una base electoral permanente, pero la historia demuestra que los apoyos económicos sin una política pública seria y sin la debida solidez fiscal se desgastan rápido cuando no van acompañados de crecimiento, seguridad y bienestar.

De Bolivia podemos aprender un binomio adicional. Primero: los ciudadanos toleran discursos grandilocuentes, pero no administran la frustración de manera indefinida cuando las arcas están vacías, las decisiones erráticas se hacen obvias y las obras públicas faraónicas muestran que son un lastre innegable. Segundo: la oposición no necesita perfección para ser opción, necesita credibilidad y propuestas serias. Esa es la responsabilidad de quienes creemos en una democracia plural y de resultados. No basta con señalar los errores de gobierno; hay que poner sobre la mesa alternativas ordenadas, sostenibles y socialmente generosas, así no sean perfectas.

El colapso del MAS es un espejo para México. Es el recordatorio de que los pueblos siempre despiertan cuando se cansan de escuchar promesas incumplidas. La ciudadanía mexicana no aceptará indefinidamente que se le gobierne con propaganda mientras sus realidades diarias siguen marcadas por la inseguridad, la precariedad, la incertidumbre y los escándalos de la vanidad y frivolidad de la neo-burguesía guinda.

La pregunta de fondo es clara: ¿queremos esperar a que el desgaste natural derrumbe a la hegemonía del régimen o vamos a construir desde hoy una alternativa democrática y socialmente sólida? Bolivia nos demuestra que, tarde o temprano, la respuesta llega en las urnas, pero nadie quiere esperar 20 años más de demolición del futuro de México.

Senador de la República por Yucatán

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