En días recientes, la opinión pública mexicana ha sido testigo de un episodio insólito: la Presidenta de la República ha anunciado que demandará por difamación al defensor de Ovidio Guzmán, por las declaraciones que este realizó en medios y redes sociales desde Estados Unidos, en las que expresó que la mandataria mexicana "actúa como el brazo de relaciones públicas de un cártel". Se trata de una acusación grave y condenable si es falsa, pero más grave aún resulta la forma en que se pretende responder a ella: a través del aparato institucional del Estado mexicano.

La Titular del Ejecutivo ha señalado que esta demanda será promovida a través de la Consejería Jurídica del Ejecutivo Federal. En este caso, las declaraciones del abogado Lichtman fueron dirigidas a Claudia Sheinbaum como persona y como figura pública, no al Gobierno de México como institución. Por lo tanto, no hay justificación legal ni ética para que recursos públicos y personal institucional se utilicen en una defensa de carácter estrictamente individual.

Además, hay una dimensión jurídica de mayor calado: la jurisdicción. El abogado Lichtman emitió sus opiniones desde Estados Unidos, y es ciudadano de ese país. Ni el hecho generador ni el presunto daño ocurrieron en México. Pretender que un juez mexicano conozca de este litigio implicaría, en los hechos, aplicar extraterritorialmente la ley mexicana, lo que contraviene principios básicos del derecho internacional y del respeto entre Estados soberanos.

Aceptar esa lógica sería abrir, por un lado, la puerta para que tribunales extranjeros, con la misma vara, intentaran juzgar a ciudadanos mexicanos por actos realizados dentro de nuestro país y adiós soberanía. Por el otro lado, esta idea errática llevaría al extremo absurdo de la Consejería demandando a miles de ciudadanos extranjeros por expresar opiniones negativas sobre la actuación de la Presidenta o de los miembros de su gabinete, en otros países.

Este episodio, si no termina en una simple expresión mediática, confirmaría una tendencia peligrosa para la democracia o lo que de ella queda en México: el uso del aparato estatal para enfrentar agravios personales representa un paso más hacia la consolidación de un régimen autoritario. En lugar de responder con argumentos o acciones contundentes, se responde con litigios promovidos desde el poder. Así lo ha advertido recientemente el Washington Post, que en una columna editorial titulada "Mexico’s democracy is fast eroding under Sheinbaum’s rule" señala con preocupación cómo el nuevo gobierno ha empezado a debilitar las instituciones democráticas y a concentrar poder a través del control del Poder Judicial y otras reformas que amenazan el equilibrio de poderes.

En lugar de optar por el debate público o por las vías institucionales previstas en su propio país, el régimen morenista opta por judicializar la crítica, lo cual puede generar un efecto inhibidor sobre la libertad de expresión, especialmente cuando se trata de opiniones sobre figuras públicas que, por su propia investidura, deben estar sujetas al escrutinio y la crítica, incluso la más severa.

Nadie puede estar por encima de la ley, pero tampoco se puede usar la ley como escudo para acallar voces incómodas. El Ejecutivo Federal tiene la obligación de actuar con mesura, legalidad y sentido de Estado. En una democracia sólida las palabras se enfrentan con ideas y resultados, no con demandas judiciales impulsadas desde el poder.

Senador de la República por Yucatán

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