Sentado en las aulas del Woodrow Wilson Center, rodeado de una capital que evoca a Roma en su arquitectura y crisis, recuerdo algunas lecciones que la historia ofrece para nuestros días.

La política actual, en México, Estados Unidos, y otras partes del mundo, vive un clima de agitación marcado por el ascenso de regímenes carismáticos. En Washington, líderes como Donald Trump y Elon Musk, y en Ciudad de México, el matrimonio entre Morena y los tradicionales billonarios mexicanos, encarnan una ola que —irónicamente— alcanzó el poder buscando desmantelar el “establishment”.

Esta situación recuerda la caída de la República Romana y su transición al Imperio. En Roma, Cayo Julio César, el líder carismático, y Marco Licinio Craso, el hombre más rico de su tiempo, formaron una alianza que desdibujó el equilibrio republicano; una alianza en la que el poder político y el poder económico residían en el mismo lugar. Frente a ellos, Cicerón, defensor de la república, no logró detener la ola que destruyó las instituciones. Esta combinación de carisma y recursos desmesurados resultó devastadora para la democracia.

Hoy, líderes como Trump y Musk, considerados disruptores, han aprovechado su influencia para moldear discursos populistas que resuenan en una sociedad cansada de élites tradicionales. En México, Andrés Manuel López Obrador, arropado por un conglomerado económico y político —y que juntos conforman la nueva élite mexicana—, impulsa un populismo que arrastra a la opinión pública con promesas de cambio radical. Sin embargo, tanto en México como en Estados Unidos, estos liderazgos suelen ignorar la importancia de preservar las instituciones que garantizan estabilidad y progreso.

El paralelismo con Roma es evidente: Cicerón advertía de los peligros del poder concentrado en líderes carismáticos potenciados por el capital. Hoy, la combinación de poder político y riqueza apela a soluciones simplistas para problemas complejos, ignorando el conocimiento técnico y la viabilidad institucional.

Los romanos aprendieron que la concentración de poder en torno a figuras como César y Craso llevó al desmantelamiento democrático y al auge del autoritarismo. Prometieron eficiencia y cambio, pero sus regímenes inauguraron una era de autocracia y servilismo, ya que su poder era tal, que ningún mecanismo institucional de autocorrección los pudo detener.

Las instituciones, como la República, se basan en la pluralidad y el respeto a la ley. La democracia no garantiza el éxito; exige participación y vigilancia permanente. Tanto en Washington como en Ciudad de México, los retos actuales son tan grandes como los de Roma en su declive. El populismo y el carisma seducen, pero a menudo encubren autoritarismo latente. Si queremos evitar repetir los errores romanos, debemos fortalecer nuestras instituciones, valorar el conocimiento y fomentar el diálogo —algo que comienza, por ejemplo, no llamando “traidores a la Patria” a quienes pensamos diferente al gobierno—.

Woodrow Wilson, Cicerón, Juárez, Cárdenas, Churchill y Mandela estarían de acuerdo en que el futuro debe cimentarse en la razón, no en el espectáculo. La historia nos advierte: podemos avanzar hacia un futuro sólido o caer en la trampa del poder carismático, camino que ya ha llevado a tantas sociedades al abismo.

Senador de la República por el PRI y exgobernador de Yucatán

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